Por: Alvaro Duque Soto*
A la herida abierta que Colombia arrastra por el reclutamiento forzado de niñas, niños y adolescentes (NNA), las redes sociales le han echado más sal. Un informe de Naciones Unidas (junio, 2025) confirma que el agravamiento adopta nuevas formas: en plataformas como TikTok y Facebook, mensajes que ensalzan la violencia y prometen lujos inmediatos ocultan –con filtros y música– el horror de la guerra.

La tecnología creada para conectar hoy separa familias y atiza de forma sutil el conflicto, pues en ella grupos armados reclutan, adoctrinan e intimidan. La paradoja se vale del actual desorden informativo (DI), un entorno saturado de engaños donde florecen estrategias de manipulación que atrapan a los menores sin que siquiera lo adviertan.
El crimen viral que no conoce fronteras
El fenómeno ya es una “crisis global”, como lo define la Interpol al alertar que grupos criminales usan las redes para captar miembros –procedentes de al menos 66 países. Esta práctica, que se extiende desde el Sudeste Asiático hasta nuevos focos en África y América Latina, se ha vuelto más peligrosa con la incorporación de Inteligencia Artificial y perfiles deepfake para perfeccionar sus engaños.
En México, los cárteles operan más de cien cuentas en TikTok para el reclutamiento. Usan emojis como códigos secretos ( para el cártel Jalisco Nueva Generación, para el de Sinaloa) y hashtags con lenguaje ambiguo que encubren mensajes procriminales. Estas claves simbólicas también circulan en comunidades de videojuegos, reforzadas por imágenes de armas, dinero y una narrativa de pertenencia donde la música popular funciona como señuelo, según el informe Nuevas fronteras en el reclutamiento digital.
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En Europa la situación es igualmente alarmante. Las redes criminales reclutan menores –incluso desde los 12 años– como táctica para evitar ser detectadas: los usan como escudo entre el delito y sus líderes. El auge del narcotráfico impulsa esta dinámica, pero los jóvenes también son explotados en robos, fraudes digitales y tareas logísticas de alto riesgo como transporte de dinero o extracción de drogas en puertos marítimos. La promesa de dinero rápido, prestigio y pertenencia suele ser la carnada. Y aunque los mecanismos de captación siguen siendo poco comprendidos, se advierte una tendencia clara: el uso creciente de videojuegos, apps cifradas y servicios de mensajería como puerta de entrada al crimen organizado.
En el Sudeste Asiático, miles de jóvenes son atraídos con falsas ofertas de empleo en tecnología para luego ser explotados en centros de fraude digital y extorsión. Muchos quedan encerrados, sin comunicación, obligados a ejecutar estafas. La manipulación los convierte en víctimas de trata, pero también en cómplices forzados de un esquema criminal que crece con el anonimato digital.
Colombia, tierra fértil
Las tácticas de seducción digital que han convertido el reclutamiento de NNA en una crisis internacional también están operando en Colombia, con un agravante: aquí se fusionan con los conflictos armados y el abandono estatal que lleva décadas enraizado en vastas zonas del país.
Las cifras recientes reflejan una aceleración preocupante. En 2024 se reportaron 409 casos, frente a 342 del año anterior, y, según la Jurisdicción Especial para la Paz, cada 48 horas un menor es captado por estructuras ilegales. Lo que antes dependía de presencia física de los captores en las zonas, hoy se activa con solo estar conectado a internet. Las plataformas sociales se han convertido en terreno de caza emocional y estratégica.
Este cambio no ocurre en el vacío. Las condiciones estructurales que advirtió la Comisión de la Verdad siguen intactas: pobreza extrema, migración forzada, familias sin redes de apoyo. El 39,7% de las víctimas son niñas, muchas atraídas con promesas de afecto o trabajo. De los menores desvinculados, más de la mitad estaba en primaria, y menos del 0,2% había finalizado la educación media, según el ICBF y Unicef.
A ese contexto de precariedad social se suma una nueva vulnerabilidad: la desinformación sobre redes y plataformas deja a muchos jóvenes sin herramientas para identificar engaños, verificar fuentes o reconocer tácticas de manipulación emocional. Los reclutadores lo saben: ahora no buscan a los menores en instituciones, sino en sus teléfonos, en sus conversaciones privadas, en sus momentos más frágiles.
Entre 2022 y 2024, el 48,3% de las víctimas verificadas por la ONU pertenecían a comunidades indígenas y afrocolombianas. Las niñas enfrentan violencias específicas: agresiones sexuales, embarazos forzados, abortos dentro de los grupos armados.
En estos territorios, donde el Estado no garantiza protección ni oportunidades, los actores ilegales se presentan como sustitutos: ofrecen una narrativa de pertenencia, reconocimiento y comunidad que cautiva a los más jóvenes. La captación ya no requiere contacto directo –basta una promesa bien editada y un mensaje que llegue en el momento adecuado.
Así, sobre esta combinación de desigualdad estructural y desinformación digital, se consolida una estrategia de reclutamiento que es cada vez más difícil de detectar y mucho más fácil de ejecutar. Un crimen silencioso que ha migrado del terreno a las pantallas, oculto tras una infraestructura digital diseñada para proteger la privacidad, no para prevenir el delito. Plataformas cifradas, servidores cerrados y canales invisibles permiten que el reclutador actúe sin testigos, sin trazas y sin límites, mientras las políticas públicas aún miran hacia otro lado.

El punto ciego: cuando el riesgo no tiene coordenadas
En ese ecosistema digital, el delito tiene ventaja. Si bien la estrategia estatal reconoce siete entornos donde los menores pueden ser captados –hogar, escuela, comunidad, espacio público, trabajo, instituciones y medios virtuales–, ese marco parece más declarativo que operativo. Los espacios digitales, que ya concentran mayor actividad y el menor control, siguen sin recibir atención prioritaria. No hay protocolos claros, ni equipos especializados, ni presupuesto proporcional. Esta omisión no es casual: responde a una mirada aún analógica de la protección, que no alcanza los lugares donde el delito se ha instalado.
El reclutamiento no ocurre solo en redes abiertas como TikTok y Facebook. También prolifera en canales encriptados, servidores privados, chats cerrados en videojuegos y grupos ocultos en plataformas de mensajería. Son espacios donde el anonimato se mezcla con la velocidad y la ausencia de vigilancia, y donde cada mensaje puede convertirse en un gancho emocional o una promesa cuidadosamente manipulada.
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Los criminales conocen el diseño del terreno: se adaptan al algoritmo, mimetizan estéticas juveniles, elaboran narrativas de inclusión y seducción. Mientras tanto, las instituciones siguen operando con modelos pensados para escenarios físicos, sin protocolos ni herramientas eficaces para entrar en los espacios donde hoy se concreta el delito.
Así se consolida un punto ciego tecnológico y político. Un umbral sin vigilancia donde el Estado no llega y las plataformas no responden, mientras el reclutador avanza con mensajes directos y precisos que no se quieren oír.
La AMI como estrategia de resistencia
La alfabetización mediática e informacional (AMI) no es una fórmula mágica ni una solución total frente al reclutamiento, pero ofrece algo que ninguna política pública ha logrado con eficacia: presencia en el momento crítico. Frente a un crimen que actúa desde el anonimato y la seducción emocional, la AMI ayuda a fortalecer la autonomía de los menores, justo allí donde ocurre el primer contacto.
Su potencia está en lo cotidiano: enseñar a identificar promesas manipuladoras, cuestionar narrativas que glorifican la violencia, reconocer perfiles falsos o detectar estrategias emocionales que operan en redes sociales y plataformas cifradas. No desde el aula únicamente, sino en los espacios reales –el grupo de amigos, la conversación frente a una pantalla, el silencio donde se toma la decisión de responder o no.
La AMI no puede competir con el músculo de las redes criminales, pero sí puede ofrecer resistencia con acciones concretas: acompañar a los menores en sus dudas, en el fortalecimiento de su autoestima, en sus búsquedas, en la posibilidad de elegir. Hacerles ver que lo digital también puede ser campo de protección, no solo de riesgo (Ver infografía Acciones de resistencia desde la AMI).

Del abandono institucional al deber compartido
En Colombia existen iniciativas que promueven la alfabetización mediática –como Las redes sociales no son como las pintan, desarrollada por el Ministerio de las Culturas, y otras impulsadas por entidades y organizaciones sociales: Digital-IA, CIVIX, FLIP, Educalidad, Digimente y Enseña por Colombia–, pero su alcance sigue siendo limitado frente a la magnitud del problema.
A pesar de su valor pedagógico, funcionan con presupuestos mínimos, sin continuidad ni articulación con políticas de protección, justicia o desarrollo rural. Además, se concentran en grandes ciudades, lejos de los territorios donde el reclutamiento infantil se ejecuta con mayor fuerza y donde está el gran reto: formar criterio en jóvenes expuestos a condiciones extremas –desigualdad, abandono institucional, normalización de la violencia.
Las plataformas digitales, por su parte, siguen dando prioridad a la rentabilidad sobre la protección. Hablan de moderación de contenidos, pero los recursos que destinan al cierre de cuentas de reclutadores son irrisorios frente a sus ingresos multimillonarios. Parecen cerrar los ojos ante lo que ocurre en sus propias narices: su infraestructura permite que el crimen digital se camufle, se acelere y se repita, sin consecuencias visibles.
En su lucha contra el DI, la AMI no resolverá sola el reclutamiento de NAA por vías digitales, pero sin ella, cualquier respuesta quedará incompleta. Ya no basta con discursos institucionales ni cursos aislados: debe convertirse en una acción real, allí donde los menores viven, interactúan y son captados. Tiene que estar presente donde el Estado aún no alcanza, donde las plataformas no miran, donde un primer mensaje puede convertirse en el umbral de una historia que jamás debió comenzar.
*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.



































