Por: Alvaro Duque Soto*
Lo más comentado de la instalación del Congreso, el pasado 20 de julio, no fue el informe de balance del Gobierno ni la réplica de la oposición. Fueron dos imágenes convertidas en memes las que marcaron el pulso digital: el puño alzado del presidente Petro junto a sus colaboradores más cercanos, y el mensaje de la representante Lina Garrido, con su sombrero característico y al lado de la senadora Cabal: “¿Cuánto tiempo nos aguantan @alfredosaadev y @AABenedetti en el ring? ¡Los atendemos cuando quieran!”

Lejos de ser simples chistes, son señales visibles de una tendencia en ascenso: el gesto vacío desplaza el argumento. Cada vez más, la comunicación política privilegia la emoción cruda sobre el razonamiento pausado. La deliberación institucional —basada en hechos, propuestas y contrastes— se relega en favor de una lógica de las plataformas digitales que premia el conflicto, la provocación y la caricatura.
El sistema presidencialista colombiano refuerza esa tendencia. Al concentrar poder, visibilidad y expectativas en un solo ganador, transforma al presidente en figura central del drama político y en insumo ideal para memes que exageran, simplifican y convierten el poder en espectáculo.
Con tres millones de primivotantes en el ciclo electoral que comienza en tres meses, los memes ser perfilan como protagonistas de los comicios. Como ocurrió en las campañas de Trump y Milei, su capacidad de viralización los deja como actores decisivos. Pueden despertar interés por la política entre quienes antes la ignoraban, pero también son vectores del desorden informativo.

Memecracia, el reinado de lo contagioso
La comunicación política cambió de raíz. El debate público es ahora fragmentado, emocional y marcado por la inmediatez. Los discursos largos y los documentos extensos ceden ante imágenes que apelan a la emoción y se difunden sin intermediarios.
Las redes sociales desplazaron el modelo televisivo, donde unos pocos hablaban y millones escuchaban. Hoy cualquiera puede crear y compartir contenidos, y lo que triunfa no es lo más razonado, sino lo que provoca una reacción rápida —risa, indignación.
En este ecosistema informativo, el politainment —esa mezcla de política y entretenimiento que nació con la televisión— encontró en los memes una versión mucho más potente: instantánea, emocional y viral.
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La periodista española Delia Rodríguez llamó a esto “memecracia”: un sistema donde las ideas más contagiosas, no las más rigurosas, imponen agenda y fabrican percepciones.
Iván Duque encarnó una primera fase de ese fenómeno: su imagen fue distorsionada por una avalancha de memes que lo caricaturizaban como figura débil, apática y desconectada. El apodo de “memepresidente” fue otro síntoma de una política donde las etiquetas pesan más que los argumentos.
En 2022, Rodolfo Hernández llevó ese modelo hasta donde no habíamos visto. No fue víctima de los memes, sino protagonista. Su campaña se basó en frases provocadoras, gestos exagerados y contenidos diseñados para circular. Sin necesidad de estructura partidista, logró llegar a la segunda vuelta. Si Duque fue “memado”, Hernández fue “memético”: entendió que lo emocional y lo replicable mandaban, y lo usó como estrategia.

El meme como táctica
En este ecosistema emocional, un meme eficaz puede lograr más que un discurso bien armado. Las campañas lo saben. Por eso los memes no se limitan a adornar la comunicación política, se usan como una táctica para insertar ideas en el debate público, marcar el tono, cambiar el rumbo de las conversaciones o incluso decidir qué se comenta en redes.
Su fuerza reside en la síntesis: imagen, frase certera y referencia cultural. No pretende convencer con argumentos elaborados: busca provocar una reacción inmediata, para que se comparta velozmente.
En febrero de 2025, cuando el presidente Gustavo Petro decidió transmitir por primera vez un Consejo de ministros en vivo por televisión, lo que debía ser un ejercicio de transparencia se convirtió en un espectáculo lleno de fallas técnicas, tensiones entre funcionarios y miradas incómodas. En cuestión de horas, las redes se inundaron de memes comparando la escena con la junta de Ecomoda en Yo soy Betty, la fea, con comentarios que imitaban realities y telenovelas.
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Los memes políticos se usan para instalar ciertos temas, caricaturizar candidatos y encender emociones que difícilmente habrían logrado una entrevista o un anuncio formal. Además, como herramienta de fidelización, refuerzan la identidad del grupo con códigos internos. Y como motor de movilización, convierten el apoyo en una acción colectiva: compartir, comentar, replicar.
La potencia del meme no está solo en lo que dice, sino en cómo se adapta y circula. Su éxito depende de quién lo comparte, en qué contexto aparece y cuán fácil resulta modificarlo. Cuando el formato permite intervenirlo —cambiar el texto, ajustar el tono, actualizar la imagen—, su potencial se multiplica.
Aunque esa capacidad de síntesis es poderosa, también entraña riesgos. El meme recorta matices y aplana debates. Lleva a que el votante vea solo dos bandos: los “nuestros” y los “otros”. Esa lógica empobrece la deliberación democrática. Y si se mezcla con información falsa o descontextualizada, el daño puede ser aún mayor.
Las fábricas del engaño
Los memes son piezas ligeras, pero su efecto en el debate público es cualquier cosa menos superficial. Por eso, entender cómo operan no es una curiosidad comunicacional ni un capricho académico. Es parte del ejercicio ciudadano de lectura crítica: reconocer los mecanismos que transforman la conversación colectiva, distinguir entre crítica legítima y manipulación emocional y evitar que popularidad digital se confunda con la aptitud de gobernar, que demanda propuestas que resistan el escrutinio, argumentos que construyan diálogo, coherencia en el discurso y legitimidad democrática.
Cuando un meme exagera una frase o manipula una imagen, lo verosímil puede acabar desplazando lo verdadero. En muchos casos, estos contenidos no surgen del azar: se diseñan para agitar polémicas o sembrar dudas. Su viralidad se confunde con respaldo legítimo, aunque el mensaje no tenga fuente ni contexto.
Un ejemplo reciente lo documentó Colombiacheck en su investigación sobre la campaña digital contra el proyecto de ley “Inconvertibles”, que buscaba prohibir las llamadas “terapias de conversión” en Colombia. Durante 2024, circularon memes falsos que aseguraban que la ley permitiría la “castración química de niños” o que implicaría encarcelar a padres. Estas piezas, difundidas por influencers, políticos y activistas religiosos, apelaban al miedo y la indignación y lograron desviar el debate público de sus objetivos reales.
A esa manipulación se suma la ambigüedad inherente: los memes suelen carecer de autor identificado. Esa opacidad es el escudo perfecto: permite que la sátira oculte mensajes de odio o distorsiones, sin que nadie asuma la responsabilidad.
Y en medio del ruido digital, los memes refuerzan burbujas. Lo que cada grupo comparte no está diseñado para el diálogo, sino para reafirmar creencias. Son una especie de “comida rápida” mediática: crean la ilusión de estar informados cuando, en realidad, solo consumimos fragmentos descontextualizados.
Sobrevivir a la memecracia
Puesto que cada imagen viral puede ser el primer eslabón de una cadena de desinformación, el desafío es desarrollar un filtro ciudadano que nos permita diferenciar el ingenio del engaño.
El desorden informativo no se combate eliminando los memes, sino aprendiendo a descifrarlos. La alfabetización mediática y el pensamiento crítico son esenciales para reconocer cuándo el humor encubre manipulación. Un ciudadano que sabe leer estos códigos es menos vulnerable a trampas virales.
Esta defensa requiere desarrollar una “higiene digital” básica: preguntarse quién está detrás del meme, qué intereses defiende, si la información es verificable y si el contenido busca informar o solo provocar reacciones. También implica resistir la tentación del “activismo de sofá”: compartir un meme no es debatir ni participar realmente en la democracia.
Pero la responsabilidad no es solo individual. Las plataformas deben asumir su papel en la moderación de contenidos políticos, especialmente durante campañas electorales. Y los partidos y candidatos tienen la obligación de marcar límites claros entre crítica legítima y desinformación deliberada.
En última instancia, el problema no es la memecracia en sí, sino nuestra falta de herramientas para interpretar su lenguaje. Con el ciclo electoral de 2026 en marcha, el reto es transformar la energía viral en conversaciones más profundas y decisiones mejor informadas. Si aprendemos a mirar más allá del chiste, a preguntarnos quién gana con cada viralidad y qué mensaje se oculta detrás, podremos reírnos de los memes sin que los memes se rían de la democracia.
*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.



































