Detector de humo: Contra el desorden informativo (35): El juicio a Uribe y las armas de distracción masiva

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Por: Alvaro Duque Soto*

El juicio al expresidente Álvaro Uribe por soborno y manipulación de testigos fue también la evidencia en vivo y en directo de cómo la economía de la atención ha infiltrado cada rincón de nuestra democracia. En este modelo, el clickbait —titulares diseñados para cazar miradas rápidas antes del siguiente estímulo— es una de sus herramientas más visible y, a la vez, más peligrosas.

Vivimos un reality permanente donde cada evento es una competencia por clics y notoriedad. Lo que se busca no es entender, sino identificarse emocionalmente para tomar partido. Lo sustancial queda sepultado bajo lo viral, incluso a costa de la verdad.

Detector de humo: Contra el desorden informativo (35): El juicio a Uribe y las armas de distracción masiva

Durante meses, el caso estuvo en todas partes: titulares, transmisiones en vivo, hilos en redes, memes. Nunca un proceso judicial en Colombia había tenido tanta visibilidad. Pero esa exposición no trajo mayor comprensión. Al contrario, la saturación de estímulos, la fragmentación de narrativas y la velocidad de circulación lo volvieron incomprensible para la mayoría.

Las “armas de distracción masiva” —esos artefactos digitales que bombardean nuestra atención con seducciones diseñadas para desviarla de lo importante y neutralizar nuestra capacidad crítica— estuvieron muy activas. En el montón de contenidos que buscaban llamar nuestra atención, el caso Uribe terminó convertido en un espectáculo fragmentado donde cada uno consumió la versión que confirmaba sus prejuicios.

La máquina tragamonedas

Esas armas se fundan en la economía de la atención, el sistema operativo de nuestra vida digital. En ella, la atención humana —limitada, frágil, estrechamente ligada a nuestra experiencia— se convierte en mercancía.

Las plataformas digitales compiten no por informar, sino por capturar nuestra mirada, en un ecosistema donde visibilidad equivale a existencia: si algo no aparece en nuestras pantallas, queda fuera del radar público. Y cada segundo frente a una pantalla se traduce en ingresos publicitarios, influencia política o capital simbólico. Este modelo no busca que sepamos, sino que reaccionemos.

Lo que vuelve esta lógica tan poderosa —y tan aterradora— es que la atención es personal y social a la vez: nos permite concentrarnos y ser conscientes de lo que ocurre a nuestro alrededor, al tiempo que puede ser compartida, dirigida, manipulada.

En ese intercambio —entre lo que captamos individualmente y lo que circula socialmente— se configura el sentido colectivo: lo que entendemos como verdad compartida, lo que priorizamos como sociedad, lo que decidimos discutir o ignorar.

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Plataformas como TikTok, Instagram, Facebook y YouTube utilizan algoritmos que dan prioridad a lo escandaloso y conflictivo. Cada notificación, cada video que se reproduce automáticamente, cada scroll infinito está diseñado para activar respuestas emocionales y mantenernos enganchados. Como explica Chris Hayes en The Sirens’ Call, es un modelo semejante a una máquina tragamonedas: lanza estímulos para atraer nuestra atención, mide nuestras reacciones y ajusta el contenido para hacerlo aún más adictivo.

Algunos autores han comenzado a describir este modelo acudiendo al símil del fracking mental: una explotación sistemática de la atención que penetra nuestros hábitos, emociones y patrones de pensamiento para extraer valor económico. Como en el fracking físico, los beneficios se concentran en unos pocos, mientras que los costos —emocionales, sociales, cognitivos— se distribuyen entre millones de usuarios. La metáfora permite evidenciar lo invisible: un sistema que desgasta la autonomía individual y deteriora los vínculos colectivos.

El negocio de captar miradas

Esta lógica surgió a fines del siglo XIX, cuando los periódicos comenzaron a vender lectores a los anunciantes. Pero entonces, la información era limitada y la atención abundante. Hoy ocurre lo contrario. La información es casi infinita y la atención, escasa y disputada.

Cada día se producen cuatrocientos millones de terabytes. Para ponerlo en perspectiva, un terabyte equivale a unas 250.000 fotos de las que tomamos con nuestros celulares. El desafío actual no es la escasez de información, sino nuestra dificultad para procesarla y encontrar lo verdaderamente importante en medio de tal volumen de datos.

Este cambio de paradigma explica el auge del clickbait, cuya función es atraer clics, no aportar contexto ni claridad. Como se vio en el cubrimiento del juicio a Uribe, puede aumentar el tráfico, pero reduce los debates complejos a opciones simplistas.

En la lógica de la atención como negocio, todo parece urgente, emocional, irrebatible. La viralidad sustituye a la argumentación. De ahí que en el caso Uribe, más que el análisis del expediente o el debate sobre el precedente judicial, lo que predominó fue un relato binario: ¿cacería o justicia?, ¿víctima o victimario?

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La economía de la atención es una estructura de poder. Quienes dominan los flujos de atención controlan las condiciones del olvido. Un caso puede desaparecer en horas si algo más impactante lo reemplaza. Y ese poder se ejerce a través de algoritmos poco transparentes, sin supervisión democrática, sin rendición de cuentas, sin contrapesos institucionales.

Además, como en la parábola de los talentos, los que más tienen son los que más están llenando sus arcas. Meta, por ejemplo, obtuvo ingresos por publicidad fundada en la economía de la atención, de unos US$47.000 millones en el primer semestre de 2025. Y ya alcanzó un valor de mercado que supera cinco veces el PIB de Colombia.

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El costo de la distracción

La economía de la atención no solo distrae: desestructura. Toda interacción humana requiere “regímenes atencionales” —estructuras compartidas que organizan la conversación. Pero si cada interacción digital termina en una batalla por clics, los fundamentos de la deliberación pública se arruinan. Un auténtico diálogo de sordos con muy escasa disposición al matiz, a la reflexión.

En el juicio a Uribe lo vimos: más de ocho millones de interacciones en X entre #UribeInocente y #UribeCulpable y videos con cerca de cuatro millones de vistas en TikTok, pero casi ninguna conversación esencial sobre las pruebas, el proceso o sus implicaciones institucionales. Las etiquetas reemplazaron los hechos. Es como si cada hashtag hiciera parte de una coreografía que convierte la justicia en circo y la política en serie de televisión.

Esta dinámica fragmenta la sociedad en tribus emocionales. Como plantea Nicholas Carr en Superbloom, estamos frente a la paradoja de que las tecnologías de conexión arruinan la empatía, endurecen las posturas y llevan a un discurso de “nosotros contra ellos” que vuelve casi imposible la construcción de consensos y el diálogo democrático.

La desconfianza institucional también se incrementa. Videos virales como el que afirmaba que la jueza fue “comprada por Petro” alcanzaron millones de vistas antes de ser desmentidos. Cuando los hechos se relativizan y los medios hacen eco de rumores por presión de clics, el cinismo se consolida. Y sin confianza, no hay base común para discutir reformas ni para sostener el pacto democrático.

La fatiga informativa agrava igualmente esta crisis. El 79% de los colombianos evita las noticias por sobrecarga. La gente se desconecta para no naufragar en un ciclo interminable de noticias negativas y contradictorias que abruma. Y esa apatía beneficia a quienes controlan el flujo de atención: influencers, algoritmos.

Finalmente, el gaslighting colectivo —la negación constante de hechos— completa el cuadro. Cuando Uribe expresa que su juicio fue un “montaje político”, y medios como RCN y Semana lo replican sin verificación, crece la confusión, impulsada por chirridos de influencers, poemas presidenciales sin ortografía ni rima y berrinches de la oposición llenos de emojis en lugar de razones.

En este entorno, la sociedad pierde su capacidad para pensar en común, para resolver conflictos de manera colectiva. Queda abierta la puerta para los autoritarismos.

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La atención como acto político

El caso Uribe seguirá teniendo efectos políticos, jurídicos y sociales. Y entre las preguntas incómodas, una es urgente: ¿Cómo sostener una conversación democrática en un entorno que premia la reacción y castiga la reflexión? La respuesta empieza por reconocer que la atención es un acto político. Elegir qué leer, qué compartir, qué ignorar es también definir qué tipo de sociedad queremos construir. Para ello, necesitamos estrategias más robustas que nos permitan recuperar el control sobre nuestra capacidad de discernimiento:

  • Alfabetización mediática e informacional: Más allá de la mera detección de fake news, es fundamental educar a la ciudadanía en la comprensión de los sesgos algorítmicos y las lógicas de monetización de la atención.
  • Periodismo de calidad: Apoyar y consumir periodismo que privilegie la verificación, el contexto y la pluralidad de voces.
  • Regulación inteligente: Se hace necesaria una regulación que promueva la transparencia algorítmica y la rendición de cuentas de las plataformas digitales. Esto no es ir contra la libertad de expresión, sino asegurar que los sistemas que configuran nuestra realidad informativa operen bajo principios democráticos.
  • Responsabilidad individual: Cada usuario tiene el poder de decidir dónde enfoca su atención. Esto implica cuestionar lo que se consume, verificar fuentes, evitar la propagación de rumores y buscar activamente información diversa y contrastada. 

Pero se requiere algo más: una ética de la atención que busque comprender antes que juzgar, que privilegie el diálogo sobre el bochinche. Es un reto inaplazable cuando miramos hacia las generaciones más jóvenes. En Colombia, niñas, niños y adolescentes consumen alrededor de cuatro horas diarias en redes sociales, de las ocho que usan el celular. Casi no consultan medios que verifiquen información, y a muy pocos se les enseña a distinguir hechos de emociones y opiniones. Si no les ofrecemos recursos para navegar con autonomía ese entorno, estaremos hipotecando el futuro de la deliberación democrática.

Está en juego la capacidad de las futuras generaciones para sostener una conversación pública basada en hechos, argumentos y respeto mutuo. Recuperar el control sobre nuestra atención es condición para reconstruir el espacio público. Eso significa enfrentar el desafío que tenemos: construir una ciudadanía con criterio, menos vulnerable a las armas de distracción masiva; que sepa, sin ir muy lejos, que el clickbait es tan perverso como las noticias falsas.

*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.

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