Detector de humo: Contra el desorden informativo (27): La industria del lavado de imagen

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Por: Alvaro Duque Soto*

Junio se tiñe de arcoíris, igual que marzo de morado y octubre de rosa. Pero no todos los colores son lo que parecen. A medida que las marcas han comprendido que los valores sociales, ambientales, de salud pública y de derechos humanos generan impacto comercial, han encontrado maneras de apropiarse de esos ideales para obtener beneficios económicos sin asumir compromisos reales con esa causa.

Por eso, el “washing” corporativo se ha convertido en un mecanismo cada vez más estructurado que no solo engaña a consumidores e inversionistas, sino que desvirtúa luchas legítimas, suscita competencia desleal y alimenta de manera constante el desorden informativo (DI), al producir desinformación (afirmaciones falsas) y malinformación (verdades parciales manipuladas).

Detector de humo: Contra el desorden informativo (27): La industria del lavado de imagen

Del verde al arcoíris

El término “washing” —derivado del “whitewashing” o blanqueamiento de imagen— describe la práctica de presentar una imagen ética, sostenible o socialmente responsable que no corresponde a la realidad corporativa. Comenzó como una técnica de relaciones públicas y ahora se ha extendido a un abanico de estrategias que explotan diferentes causas sociales.

La mecánica es simple y efectiva: las empresas identifican tendencias sociales, adoptan sus símbolos y narrativas, pero evitan un compromiso genuino con la causa que dicen respaldar o con transformaciones que les ocasionen costos. Así, surge una industria de la percepción que saca partido de la buena voluntad ciudadana para mejorar la reputación y la lealtad del consumidor, atraer inversores y talento, y, en última instancia, aumentar la rentabilidad. 

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Aunque el más conocido es el greenwashing, el fenómeno se ha extendió a otros campos, desde cuando el ambientalista Jay Westerveld acuñó el término en los 80, al denunciar que los hoteles pedían a sus huéspedes reutilizar toallas no para cuidar el planeta, sino para reducir costos operativos.

Basta ver que abundan anuncios de compañías que celebran el mes del Orgullo LGBTQ+ con logos multicolor, pero no tienen políticas internas contra la discriminación. Corporaciones que proclaman su feminismo cada 8 de marzo, mientras reproducen techos de cristal y brechas salariales. Marcas de alimentos que colocan un sello “natural” sobre productos ultraprocesados cargados de aditivos [Ver Infografía sobre tipos de lavado de imagen empresarial].

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El ‘Washing’ con sello local

En Colombia, identificar el lavado de cara empresarial no es sencillo porque incluye cambios en la identidad visual, ocultamiento de información crítica, lo que podríamos llamar captura regulatoria y uso amañado de normas.

Ecopetrol, la mayor empresa del país, cambió su identidad visual corporativa hace más de dos décadas con un logo que resalta “ECO” en amarillo sobre “PETROL” en verde, junto a la famosa iguana que simboliza biodiversidad, según su manual corporativo. Aún hoy se plantea si no se trató de una forma de ecoimpostura, que contrasta con revelaciones posteriores sobre sus prácticas ambientales, como las denunciadas en los Papeles de la Iguana, publicados en marzo de 2025.

Se trata de una investigación de Environmental Investigation Agency y Earthworks, basada en documentos filtrados por el exasesor Andrés Olarte— que reveló que entre 2010 y 2016 la compañía ocultó más de seiscientos casos de daño ambiental, que incluían fuentes hídricas y humedales de alto valor ecológico. El 20% de estos casos fueron etiquetados como “solo conocidos internamente”, para evadir regulaciones. Y entre 2016 y 2018, registró 328.779 incumplimientos ambientales, pero reportó solo el 11% a accionistas.

Esa contradicción entre el discurso que promueve Ecopetrol en sus informes de transición energética y economía circular y la realidad documentada por comunidades y ONG, muestra que el greenwashing actúa también como una estrategia de silenciamiento selectivo, pues encubre hechos incómodos con narrativas positivas, un asunto poco abordado por los medios colombianos.

Vacíos legales y certificaciones dudosas

Pero no solo el sector energético se vale de prácticas de embellecimiento corporativo. La industria de ultraprocesados elude normas de etiquetado obligatorio, como ha sido el caso de Todo Rico Original, el popular pasaboca que muchos conocemos.

Según el portal Vorágine, la empresa Comestibles Ricos S. A. aprovechó vacíos legales en la regulación y realizó ajustes en la composición nutricional de su producto y le dio un barniz de ‘limpio’, al lograr que se quitara alguna de las etiquetas de advertencia. Con eso pudo promoverse como más saludable, pero está confundiendo a los consumidores sobre sus verdaderos efectos en la salud.

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Otro ejemplo es la certificación de ‘plástico neutro’ otorgada a marcas como Agua Cristal, de Postobón. También según otro reportaje de Vorágine, el proceso no fue transparente, pues la empresa participó activamente en la creación de la norma técnica junto al Icontec y contrató a Cempre —organización cuya junta directiva incluye ejecutivos de Postobón, Coca-Cola y Nestlé— para validar sus propios créditos de compensación. Luego promovió públicamente la certificación como avalada por un tercero independiente.

Entonces lo que se presenta como un compromiso ambiental resulta otra forma de manipulación. Esto socava la confianza en mecanismos de autorregulación y auditoría, al tiempo que inciden en el DI, al disimular tácticas que engañan a consumidores y reguladores.

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El precio del engaño

El lavado de imagen corporativo tiene consecuencias económicas y sociales muy concretas que van más allá del engaño a los ciudadanos. Según Nielsen, el 66% de los consumidores globales está dispuesto a pagar más por productos “verdes”, pero el 73% ya desconfía de las afirmaciones ambientales que ve en la publicidad.

Y hay razones fundadas. Cada vez son más frecuentes las noticias: hace unas semanas, la multinacional TotalEnergies, una compañía con más de 100.000 empleados en todo el mundo, fue demandada en Sudáfrica por presentarse como “verde” mientras el 87% de sus inversiones seguían en combustibles fósiles.

En Alemania, la gestora de activos DWS —filial de Deutsche Bank, el banco más grande de ese país— recibió una multa de 25 millones de euros por ofrecer fondos “sostenibles” que en realidad no cumplían con los criterios ESG (Environmental, Social, and Governance), que se utilizan para evaluar el desempeño de una empresa en términos de sostenibilidad, responsabilidad social y gobierno corporativo.

El daño trasciende las multas: en Colombia, empresas con certificación B Corp —que cumplen con rigurosos estándares sociales y ambientales— reportaron caídas en ventas debido a competencia desleal de marcas que usan el greenwashing. Por eso empieza a surgir una nueva práctica llamada greenhushing, mediante la cual las empresas optan por minimizar u omitir declaraciones ambientales por miedo a que sean malinterpretadas o criticadas y también porque no les garantiza ventajas competitivas.

Ley vs. astucia

La regulación contra esas formas de engaño avanza, pero de manera desigual. En la Unión Europea, la Directiva Green Claims, publicada en 2024, prohíbe afirmaciones ambientales sin respaldo verificable y establece sanciones de hasta el 4% de los ingresos anuales de las empresas, además de penas de cárcel en algunas situaciones. En Estados Unidos, desde abril de 2024, la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) implementó normas para estandarizar la divulgación de información climática por parte de empresas públicas y extranjeras que cotizan en bolsa.

En América Latina, México aprobó la semana pasada la primera ley específica contra la publicidad ambiental engañosa, que veta el uso de términos como “verde”, “eco”, “sostenible” o “climáticamente neutro” sin sustento técnico y científico.

Colombia cuenta con herramientas, como el Decreto 1369 de 2014, que exigen publicidad clara, veraz y comprobable cuando aluda a características ambientales de los productos, y autoriza a la SIC a imponer sanciones de hasta 2.000 salarios mínimos. Es un desarrollo de la Ley 1480 de 2011 (Estatuto del consumidor), que ampara el derecho a recibir información clara, veraz, suficiente y comprobable sobre los bienes y servicios ofrecidos en el mercado.

Sin embargo, falta mucho camino por recorrer para cerrar brechas legales frente a estas prácticas engañosas, y el año pasado se archivaron, con más pena que gloria, dos proyectos de ley (el 101 de 2023 del Senado y el 015 de 2022 de la Cámara de Representantes) que buscaban fortalecer las normas contra el greenwashing.

El círculo vicioso de la decepción

Por ahora seguimos dependiendo de instrumentos de soft law, como la campañas impulsadas por la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) en marzo y abril de 2025 para combatir la publicidad ambiental engañosa. Si bien estas iniciativas contribuyen a fortalecer la conciencia ciudadana, no reemplazan la necesidad urgente de una normativa específica y vinculante que proteja contra las múltiples imposturas que alimentan el DI y profundizan las fracturas sociales.

Cuando las causas ambientales, feministas, sociales o de salud pública son instrumentalizadas, pierden legitimidad ante la ciudadanía. Aparece entonces un círculo vicioso difícil de romper: menos confianza, menos consumo consciente, menos incentivos para el cambio real en sociedades que necesitan, más que nunca, una transformación en sus formas de producción y consumo.

La alfabetización mediática e informacional puede contribuir a que los ciudadanos desarrollen un pensamiento crítico que les permita indagar más allá de los términos ambiguos, verificar la legitimidad de las certificaciones y exigir coherencia entre discurso corporativo y práctica real [Ver cuadro sobre cómo identificar el lavado de imagen]. 

Pero la responsabilidad no puede recaer únicamente en los individuos. La lucha por el derecho a la verdad en el espacio público requiere regulación estricta, periodismo vigilante y empresas que asuman los costos reales de la sostenibilidad, pues no se puede normalizar la mentira como modelo de negocio y acabar con la confianza colectiva que sostiene tanto los mercados como la democracia.

*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.

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