Por: Alvaro Duque Soto*
Nos ha pasado a todos. En una comida, en redes sociales: alguien menciona un tema sensible. Se presentan los mismos datos, sin embargo, aparecen los “yo no confío en esa fuente”, los “están exagerando”, los “eso no es cierto”. La temperatura sube, nadie cambia de opinión. La conversación termina antes del postre.

Esta escena, que se repite a diario en hogares, medios sociales y hasta en el Congreso, muestra un mecanismo poderoso y a menudo invisible: el sesgo de confirmación.
A diferencia de las fake news o la manipulación deliberada que hemos analizado en entregas anteriores, este sesgo es más devastador, precisamente porque no se reconoce y porque no viene de afuera: vive en nosotros, debido a nuestra tendencia innata a buscar, interpretar y recordar solo aquello que confirma lo que ya creemos.
Un atajo útil… y peligroso
Cada mañana, desde cuando desbloqueamos el celular, activamos ese proceso automático que en 1960 explicó el psicólogo Peter Wason: buscamos lo que nos conforta. Leemos titulares que confirman nuestras ideas. Compartimos publicaciones que refuerzan nuestras convicciones. Ignoramos lo que contradice nuestros valores.
No lo hacemos por deshonestidad, ignorancia o terquedad; más bien, es un mecanismo de eficiencia cognitiva, una especie de filtro que nos protege del caos de la sobreinformación. Pero también nos encierra, distorsiona nuestra percepción de la realidad y, probablemente, se convierte en lo que hoy por hoy es el motor más eficiente del desorden informativo (DI).
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Pensemos en las discusiones sobre la crisis del sistema de salud en Colombia. Cada dato nuevo es interpretado de modo opuesto: por los afines al Gobierno como prueba de la necesidad de su reforma, mientras la oposición los desestima como sesgados o insuficientes. En el caso del conflicto en Gaza, las imágenes de destrucción y los datos sobre víctimas son ampliamente conocidos. Sin embargo, las interpretaciones cambian radicalmente: para unos, son consecuencia inevitable de un conflicto iniciado por grupos terroristas; para otros, evidencia de un genocidio. El sesgo de confirmación no solo filtra lo que leemos, sino cómo lo interpretamos y qué emociones le atribuimos.

La maquinaria del sesgo
Para comprender mejor cómo opera el sesgo de confirmación hoy, debemos observarlo a través de cuatro dimensiones que explican su arraigo en la comunicación contemporánea. El fenómeno se ha potenciado, especialmente debido a que las plataformas digitales, mediante algoritmos, analizan nuestras preferencias y, en su afán de mantenernos conectados, nos ofrecen más de lo mismo. El resultado: vivimos en cámaras de eco donde solo escuchamos lo que ya creemos.
Encontramos la primera dimensión en la teoría del establecimiento de la agenda (agenda-setting), que planteaba en sus inicios que los medios no nos dicen tanto qué pensar, sino sobre qué pensar. En sus desarrollos posteriores –el segundo y tercer nivel– esta teoría explica cómo se construyen marcos mentales y asociaciones entre temas que refuerzan nuestros sesgos preexistentes.
En el segundo nivel, los medios no solo priorizan temas, sino también los atributos con los que se presentan: un hecho puede ser descrito como “crisis”, “reto” u “oportunidad”, dependiendo del encuadre. En el caso de la salud en Colombia, hablar de “sabotaje de las EPS” o de “colapso por reforma improvisada” no es neutro: es un marco que el público tomará según su predisposición. El sesgo de confirmación elige, entre todos esos marcos, el que menos lo incomode.
El tercer nivel, conocido como network agenda-setting, muestra cómo los medios –y en especial las plataformas digitales– asocian de manera repetida ciertos conceptos: “Gobierno = caos”, “Israel = seguridad”, “protesta = vandalismo”, “Palestina = terrorismo”. Estas asociaciones no requieren argumentos: se instalan por repetición y se activan sin que medie la reflexión.
Una norma colectiva
La segunda dimensión proviene de la teoría de usos y gratificaciones, que trasciende la visión de audiencias pasivas. No consumimos información solo para conocer la realidad, sino para satisfacer necesidades emocionales y sociales más profundas: validación de identidad, consuelo psicológico, sentido de pertenencia. Cuando elegimos nuestras fuentes sobre la crisis de salud, buscamos tanto información como confirmación de nuestras creencias e inclusión en comunidades afines.
La tercera dimensión corresponde a la teoría de la Espiral del silencio, que plantea que las personas tienden a callar cuando perciben que su opinión es minoritaria, por temor al aislamiento. En la era digital, este mecanismo se ha transformado: ya no hay una sola esfera pública, sino múltiples. En cada una, las voces dominantes imponen sus propios consensos. Y quien disiente, se silencia.
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Esto refuerza aún más el sesgo de confirmación: si solo vemos y oímos a quienes piensan como nosotros, y si además sentimos que las opiniones distintas serán castigadas con ataques virtuales, terminamos rodeados de una ilusión de unanimidad. En los debates sobre Gaza o la salud, muchos prefieren no opinar, o decir solo lo que su tribu digital está dispuesta a aplaudir. Así, el sesgo se convierte no solo en una predisposición individual, sino en una norma colectiva.
La cuarta dimensión corresponde a la disonancia cognitiva. Como expuso Leon Festinger, tendemos a defender nuestras creencias cuando una nueva información amenaza con derribarlas. Desacreditamos la fuente (“es propaganda”), minimizamos los datos (“eso es un caso aislado”) o reinterpretamos los hechos para que encajen con lo que pensamos.

Una construcción comunicativa
Esas cuatro dimensiones se entrelazan y potencian mutuamente, por lo tanto, el sesgo de confirmación no es solo un fenómeno psicológico, sino también una construcción comunicativa que se alimenta de la selección temática, los marcos narrativos y las conexiones invisibles que los medios y plataformas nos proponen (y muchas veces nos imponen).
De ahí que cada vez nos sumergimos más profundamente en burbujas informativas personalizadas. El efecto en nuestra sociedad es devastador. Ya no compartimos una realidad común sobre la cual discutir nuestras diferencias. Cada grupo vive en su propio universo informativo, con sus “hechos alternativos” y narrativas autorreferenciales.
En Gaza, si una persona apoya a Israel, tenderá a ver las muertes civiles palestinas como efecto colateral, justificado por el contexto. Quien simpatiza con Palestina, tenderá a ver todo bombardeo como parte de un plan sistemático de exterminio. En ambos casos, la evidencia no se evalúa por sí misma, sino por cómo nos hace sentir respecto a lo que ya creemos.
Con los informes sobre la situación del sistema de salud en Colombia ocurre algo similar: una parte los usa como “pruebas definitivas” y la otra como “montajes técnicos”. Las cifras no cambian, pero sí la manera como las leemos. Como repetían los abuelos: sólo escuchamos lo que queremos escuchar.
Un mundo de verdades paralelas
La interacción de estos procesos comunicativos y cognitivos ha creado un escenario donde la verdad no se oculta sino que se fragmenta. Cada quien accede a su versión, la enriquece con argumentos y la defiende como única. El sesgo de confirmación no solo distorsiona lo que vemos: redefine lo que estamos dispuestos a sentir.
Por eso la constante exposición a tragedias –como la que vive la población civil palestina– no siempre genera solidaridad, sino fatiga emocional. Ante la repetición de imágenes desgarradoras, muchos optan por la distancia, la racionalización o el cinismo. La empatía se erosiona cuando los hechos aparecen como meros elementos de una narrativa predeterminada.
Las “verdades paralelas” funcionan como trincheras emocionales donde cada grupo defiende su “realidad”. Cualquier dato que la contradiga se percibe como manipulación, traición o ignorancia. En este contexto, la desinformación ya no necesita mentiras para prosperar. Le basta con seleccionar, encuadrar y asociar fragmentos de realidad que, organizados de forma estratégica, produzcan un efecto más potente que cualquier fake news: una certeza emocional difícil de desmontar. Y donde la razón se desactiva, la indiferencia se normaliza.
Salir del círculo
Romper este ciclo requiere más que buenas intenciones. No basta con exigir “pensamiento crítico” o acumular información adicional. Los estudios muestran que el sesgo de confirmación puede intensificarse con la especialización: los expertos, al disponer de más herramientas conceptuales, suelen ser más hábiles para defender posiciones establecidas.
La alfabetización mediática e informacional es una de las repuestas más efectivas a lo que ocurre. No solo enseña a detectar noticias falsas: enseña a reconocer nuestros propios filtros. Nos invita a dudar de nuestras certezas, a practicar la humildad intelectual y a ver en el disenso una oportunidad, no una amenaza. (En los gráficos que acompañan este artículo encontrará herramientas prácticas para detectar y contrarrestar el sesgo de confirmación).
Con las elecciones a la vuelta de la esquina, el asunto no es menor. Si el voto nace del sesgo y no del análisis, si elegimos con base en lo que sentimos y no en lo que verificamos, la democracia se debilita y el DI se intensifica. Cuando las creencias se vuelven impermeables a la evidencia, el debate democrático resulta imposible.
Rolf Dobelli, en El arte de pensar claramente, cuenta que Charles Darwin tenía una regla que aún podemos aplicar: tomar muy en serio cualquier dato que contradijera sus teorías y anotarlo cuidadosamente, sabiendo que el cerebro tiende a olvidarlo, para poner a prueba lo que estaba pensando.
Tal vez sea hora de seguir ese ejemplo porque el DI es como un incendio que consume nuestra capacidad de entendimiento colectivo y el sesgo de confirmación es el combustible que lo atiza. Combatirlo requiere voluntad, autoconciencia y educación, para desarrollar defensas más efectivas contra la manipulación, sobre todo aquella que proviene de nosotros mismos.
No basta con pensar mejor. Hay que pensar sobre cómo pensamos.
*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.



































