Detector de humo: Contra el desorden informativo (19): Pseudoperiodismo y paraperiodismo, falsos profetas de hoy

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Por: Alvaro Duque Soto*

“China le declara la guerra a Estados Unidos. Se acabó la paz”. El 15 de marzo de 2025, un video en TikTok lanzó este titular acompañado de imágenes de misiles y mapas en rojo. En una semana, sumó cinco millones de vistas y desató pánico digital. Era falso: no había declaración oficial, solo una disputa comercial avivada por Trump. Fue desmentido por los fact-checkers, pero el daño ya estaba hecho.

Este caso es la enésima manifestación de un ecosistema mediático en crisis, donde la apariencia sustituye a la sustancia. Ahí reinan el pseudoperiodismo y el paraperiodismo, dos formas del desorden informativo (DI) que confunden a millones con disfraces de autoridad y que nada tienen que ver con la institución social del periodismo, que idealmente incomoda a los poderes, defiende las libertades y fortalece la democracia mediante la búsqueda disciplinada de la verdad verificable.

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Mentiras con traje de gala

El pseudoperiodismo es un engaño deliberado, un trabajo calculado de simulación. Se trata de producir contenidos que imitan la estructura, el tono, la estética y las formas del periodismo legítimo, con intenciones manipuladoras. Es la mentira con apariencia de noticia, que busca hacer propaganda (fines políticos) o publicidad (fines comerciales).  

Este fenómeno se manifiesta de manera preocupante cuando los gobiernos convierten medios públicos —financiados con recursos de todos— en aparatos de propaganda estatal. Paralelamente, ocurre cuando grandes conglomerados empresariales utilizan sus medios privados exclusivamente para defender intereses corporativos, olvidando por completo su responsabilidad con el interés público. Ambos casos representan un abandono de la misión periodística fundamental: la búsqueda independiente de la verdad al servicio de la ciudadanía.

Desde la “prensa amarilla” de finales del siglo XIX –con Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst como protagonistas–, la historia del periodismo está plena de episodios donde emerge el pseudoperiodismo. Lo diferente ahora es la escala colosal del fenómeno, potenciada por tecnologías digitales, y su capacidad para mimetizarse con el periodismo legítimo. 

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La zona gris de la (des)información

El paraperiodismo, en cambio, es un fenómeno más ambiguo. No siempre implica una intención de mentir, pero se aleja de los estándares periodísticos. Es la zona gris donde aparecen opinadores sin formación, asesores convertidos en redactores especializados, influencers con pretensiones informativas y plataformas que difunden “contenido” con un fin diferente al del periodismo.

Es la información que puede ser bienintencionada pero que no sigue las reglas del periodismo profesional: veracidad, verificación, contraste de fuentes y responsabilidad pública.

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Una manifestación del paraperiodismo es el auge de los ultracrepidarios –término que deriva de la expresión latina “sutor, ne ultra crepidam” o “zapatero, a tus zapatos”–. Son aquellos que, sin formación ni experiencia en campos específicos, opinan con aparente autoridad sobre temas complejos como economía, salud pública, ciencia o derecho constitucional.

Este fenómeno, potenciado por el efecto Dunning-Kruger (la tendencia de personas con escaso conocimiento a sobreestimar su competencia), ha encontrado en las plataformas digitales el escenario perfecto para proliferar. El “experto en todo” se convierte de este modo en una figura mediática cuyas opiniones, a menudo simplistas o erróneas, compiten por atención con análisis fundamentados.

Así, pseudoperiodismo y paraperiodismo han ido ganado legitimidad ante audiencias que, hastiadas de los medios tradicionales, buscan en estos simulacros una verdad más emocional, más directa e incluso más “auténtica”.

El combustible del engaño

¿Por qué estas formas de no-periodismo prosperan? Las razones son múltiples y se entrelazan.

La primera es económica. La crisis del modelo de negocio de la prensa ha creado un ecosistema en el que la calidad ha sido sustituida por la cantidad, y el criterio editorial por la viralidad. El periodismo serio –ese que requiere reporteros en terreno, semanas de investigación y editores minuciosos– es caro y muchas veces impopular. Mientras tanto, un sitio web improvisado puede fabricar una “noticia” en minutos y obtener millones de clics con un titular explosivo.

La segunda razón es política. En contextos de polarización, la información se convierte en arma poderosa. Gobiernos, partidos y lobbies que han descubierto que el pseudoperiodismo es una herramienta eficaz para moldear narrativas, reforzar identidades, atacar adversarios y movilizar emociones. No se trata de informar, sino de ganar batallas simbólicas. 

Por eso pululan medios fantasmas para controlar el relato. Las elecciones de 2018 y 2022 fueron campo fértil para portales y cuentas de redes sociales que saturaron el espacio comunicacional con contenido falso que imitaba noticias reales, a menudo superando en alcance a los medios establecidos. La propaganda ya no se esconde: se disfraza de análisis imparcial. He ahí una razón por la que ahora resultó como candidata a la Presidencia quien se presentaba como “periodista-periodista”.

La tercera razón es tecnológica. Los algoritmos de las redes sociales dan mayor espacio al contenido que genera interacción –especialmente el que provoca emociones fuertes–. Así, una noticia falsa pero escandalosa tiene más posibilidades de viralizarse que un reportaje riguroso pero complejo. El sistema premia lo llamativo, no lo cierto. 

La inteligencia artificial generativa agrava el problema: hoy un bot puede crear artículos “periodísticos” en segundos, reciclando datos públicos para darle un giro sensacionalista y producir contenido fraudulento a gran escala.

Finalmente, hay una razón cultural. Vivimos en una era de escepticismo hacia la autoridad. Muchos ciudadanos consideran que “todos mienten” y que, por tanto, es mejor guiarse por la intuición o por la voz del influencer de turno. Esta desconfianza crea el terreno fértil para que florezcan las farsas. Por su dependencia de las redes, su alejamiento del rigor y su cercanía a los poderes, buena parte de los medios informativos convencionales han perdido favorabilidad.

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El espejo incómodo

Sería ingenuo pensar que el pseudoperiodismo es exclusivamente un fenómeno externo a los medios establecidos. Muchas de sus lógicas –la manipulación, la omisión interesada, la instrumentalización del lenguaje– ya venían operando desde hace décadas en medios tradicionales, solo que envueltas en la formalidad de lo “serio”.

En Colombia, los medios informativos nacieron ligados a los partidos políticos. Con el tiempo, surgieron nuevas formas de dependencia: hoy, los grandes medios pertenecen a grupos económicos con intereses múltiples. Y aunque el lenguaje se volvió más sobrio, los silencios y los énfasis siguen hablando por encargo.

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Cuando los medios evitan investigar ciertos temas –como la concentración de tierras, los conflictos empresariales o los abusos de poder–, no siempre es por falta de recursos. A veces es por exceso de cercanía con los actores involucrados.

Y cuando se editorializa una noticia sin admitirlo, o se disfraza una campaña corporativa como contenido periodístico, el resultado no dista mucho del paraperiodismo: se usa la forma del periodismo sin su función.

Los dos fenómenos a los que nos referimos hoy no son el reemplazo de un periodismo puro. En muchos casos, son herederos de quienes, bajo la apariencia de neutralidad, también han manipulado el relato.

Democracia envenenada: el coste real

El impacto de esta marea tóxica es estructural y afecta la forma como comprendemos el mundo y tomamos decisiones colectivas. Se nota en al menos tres frentes: la democracia, los medios y nuestras mentes. 

En primer lugar, degrada la deliberación pública. Una democracia sana necesita ciudadanos informados, pero el pseudoperiodismo y el paraperiodismo siembran confusión. Timothy Snyder lo advierte: “Sin hechos compartidos, la libertad se tambalea”. Si cada quien tiene su propia versión de la realidad, el diálogo se convierte en una batalla de percepciones. No hay espacio para el disenso informado: solo trincheras emocionales. 

El paraperiodismo mostró su rostro más ambiguo durante las movilizaciones sociales, pues al tiempo que sirvió para documentar abusos –como ocurrió con los videos ciudadanos durante el estallido social en Colombia y Chile–, también fue instrumentalizado para crear narrativas descontextualizadas.

La deslegitimación que sufren los medios que trabajan de modo responsable es otra consecuencia negativa. Cuando todos parecen hacer “lo mismo”, ¿para qué pagar por un medio serio? 

Esta percepción estimula un círculo vicioso: menos ingresos, menos inversión, más presión por ser “atractivo”, más concesiones al espectáculo, más contenidos polarizados, teorías conspirativas y titulares engañosos. Triunfa la mezcla de entretenimiento e información y se difuminan aún más los límites entre ficción y no-ficción, como pregonan programas como “La Luciérnaga” y otros similares.

También está el impacto sobre los individuos. La exposición constante a contenidos dudosos, contradictorios o manipulados genera lo que algunos expertos llaman fatiga epistémica. No se trata simplemente de escepticismo, sino de un agotamiento cognitivo ante el DI que lleva a muchos a desconectarse por completo, ante una creciente sensación de impotencia que genera desdén y cinismo.

La trinchera de los hechos

Millones se informan hoy a través de simulacros periodísticos cuyos operadores rechazan cualquier estándar profesional mientras moldean la opinión pública. Han creado un agujero negro de responsabilidad en el que prosperan fabricando realidades alternativas.

Europa ha dado un primer paso con la Ley de Libertad de los Medios, que desde 2026 exigirá transparencia sobre propietarios y financiación –precisamente lo que pseudomedios y paramedios ocultan deliberadamente–. El desafío es global: recuperar el periodismo como servicio público, no como fábrica de emociones.

Quién sabe si con ello se rehabilita parte de la misión del periodismo auténtico: servir a la ciudadanía, no manipularla. Informar con rigor, aunque no venda. Resistir el grito, aunque no rente. Ser brújula en medio del humo.

Pero la batalla decisiva ocurre en nuestras pantallas cada día (ver imagen con técnica P.A.L.D.A.) Cada clic, cada mensaje compartido, cada suscripción es un voto por el tipo de ecosistema informativo que queremos. La lucha contra el pseudoperiodismo no es solo por una información de calidad. Es por el derecho a habitar una realidad compartida sobre la que podamos deliberar como ciudadanos libres. Frente a la marea del DI, la disciplina de verificación se convierte no solo en un método profesional, sino en un acto de resistencia cívica.

Si los tabloides sensacionalistas eran fácilmente identificables por sus colores estridentes, los pseudomedios digitales han perfeccionado el arte del camuflaje, adoptando la apariencia visual y los códigos lingüísticos del periodismo de referencia. 

*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.

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