Por: Alvaro Duque Soto*
El 4 de agosto de 1955, la sede del El Tiempo en Bogotá fue militarizada y clausurada por orden del general Gustavo Rojas Pinilla. El entonces director del diario, Roberto García-Peña, se había negado a reproducir la versión oficial sobre el asesinato del director de El Diario de Pereira, Emilio Correa Uribe, y su hijo, un crimen perpetrado por los “Pájaros” que el régimen quería hacer pasar por un accidente de tránsito.

En aquellos años, la censura tenía un rostro visible, un método brutal y una lógica simple: acallar al mensajero por la fuerza. Hoy, para silenciar a un periodista no hacen falta embargos ni decretos. Basta que un comentario o artículo encienda los medios sociales para que la turba conectada actúe como fiscal, juez y verdugo. La reputación se desmorona en tiempo real, con la ayuda de algoritmos hambrientos de escándalo.
Esta evolución tiene nombre propio y características que la distinguen de cualquier forma de censura conocida. No hablamos de un concepto abstracto: es lo que conocemos como poscensura, resultado de una transformación tecnológica y social que ha descentralizado el control de la información y está alter ando incluso las reglas de la libertad de expresión.
Censurar sin que se note
Si bien el fenómeno apareció hacia los años setenta del siglo pasado, con la masificación de la televisión, el término fue popularizado por Juan Soto Ivars en su libro Arden las redes (2017).
A diferencia de la censura clásica –centralizada, visible y ejercida verticalmente desde el poder hacia abajo–, la poscensura opera horizontalmente, sin un centro claro y de modo caótico, al ser ejecutada por usuarios comunes, comunidades indignadas y plataformas digitales. No silencia con prohibiciones legales o allanamientos, sino con campañas de desprestigio, amenazas y boicots digitales.
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Estamos ante una paradoja. En una era que se jacta de que hemos alcanzado una libertad de expresión sin límites, la presión social en línea ha sustituido al censor estatal. Esto ha generado un ambiente de autocensura en el que la prudencia ya no se considera una virtud, sino un mecanismo de defensa que crea un desorden informativo (DI), que surge no de la mentira sino del silencio forzado.

La cultura de la cancelación: la punta del iceberg
El síntoma más claro de la poscensura es la cultura de la cancelación, que consiste en retirar el apoyo –ya sea moral, económico o social– a personas u organizaciones consideradas responsables de opiniones o comportamientos ofensivos o inaceptables. Se caracteriza por la movilización colectiva para denunciar, sancionar y excluir públicamente a quienes transgreden ciertas normas sociales o morales, muchas veces a través de campañas masivas en redes sociales.
Su origen se remonta a los años 1990, pero su uso masivo se atribuye a la comunidad Black Twitter en 2010, que la empleó para denunciar la discriminación racial. En 2017, el movimiento #MeToo puso este fenómeno en el centro del debate público al denunciar abusos sexuales y conductas misóginas en la industria del entretenimiento.
Aunque puede ser una herramienta para exigir justicia social y rendición de cuentas, no han sido pocas las veces en que ha engendrado linchamientos digitales que promueven la exclusión y las purgas de quienes se desvían de las normas.

El arsenal del nuevo censor
A diferencia de la crítica constructiva, que implica una respuesta razonada y argumentada, el linchamiento digital –avivado muchas veces por la cultura de la cancelación– suele ser irracional y desmedido. Su objetivo no es dialogar ni refutar, sino anular públicamente a quien la emite. Esta dinámica genera un clima de intolerancia donde lo que prima no es el intercambio de ideas, sino la presión social para callar o expulsar al disidente.
Al final, muchas personas prefieren autocensurarse o refugiarse en el anonimato que ofrece un avatar para expresar opiniones que jamás se atreverían a sostener cara a cara. Este “efecto de desinhibición en línea” a menudo incrementa el tono agresivo y personal de los ataques, hasta el punto de que la ofensa termina por sustituir el razonamiento crítico.
Más allá de la cancelación pública y los linchamientos digitales, la poscensura adopta formas sutiles, pero igual de efectivas para el control social. Estas prácticas, impulsadas por los gigantes de la tecnología, fortalecen mecanismos que restringen la difusión de voces incómodas sin recurrir a prohibiciones explícitas. Algunas de esas manifestaciones conforman un nuevo paisaje de la censura en la era digital. (Ver infografía Manifestaciones actuales de la poscensura).
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El costo real: cuando silenciar se vuelve destruir
Aunque no proviene de un censor oficial, la poscensura puede tener efectos tan poderosos como la censura tradicional, pues afecta la libertad de expresión, la calidad del debate público, la salud democrática y el bienestar psicológico de quienes se convierten en blanco de esta forma de control social difuso.
Los casos de Carolina Sanín, cuya editorial rescindió contratos para publicar en México después de sus críticas públicas a la política identitaria y dogma de género, y el despido del caricaturista Matador en 2023 por un hecho de violencia de 2013 ventilado en X, muestran que la poscensura puede operar en espacios privados para silenciar voces incómodas sin prohibiciones formales.
La libertad de expresión se ve golpeada, pues en función de presiones sociales, políticas o ideológicas, se restringe la difusión de ciertas voces. Esto puede reproducir un efecto inhibidor: muchas personas prefieren callar o temperar sus opiniones por temor a represalias digitales.
La poscensura distorsiona la esfera pública, pues amplifica cámaras de eco, desincentiva la deliberación genuina y eclipsa a quienes aportan matices fuera de la polarización. Ha ocurrido con varios políticos de todos los colores, víctimas de hostigamiento digital. Un ejemplo ocurrió con Sergio Fajardo en las elecciones de 2022, cuando fue blanco de una campaña negativa digital, desde el famoso discurso “quememos a Fajardo”. Esto fue uno de los factores que llevaron a una merma de su visibilidad, una pérdida notable de su apoyo electoral y un silenciamiento simbólico de su candidatura.
Recientemente, el cantante Andrés Calamaro defendió la tauromaquia en un concierto en Cali hace un mes y la reacción en las plataformas sociales dejó claro cómo una opinión impopular puede desatar una tormenta de desaprobación pública que amenaza con expulsar al autor del espacio cultural. Así, la poscensura sustituye el disenso razonado por la condena masiva.
La poscensura puede causar también graves afectaciones personales. En mayo de 2025, la abogada Ana Bejarano fue atacada tras ganar una sentencia de la Corte Constitucional que prohibía el cero rating. La decisión buscaba defender la neutralidad de la red, pero muchos influencers interpretaron el anuncio del fallo (aún no se ha publicado) como una amenaza al acceso gratuito a internet. Incluso quienes actúan desde el interés público pueden ser castigados por actuar contra percepciones mayoritarias.
Un dilema digital: ¿Justicia ciudadana o tiranía de las mayorías?
La poscensura margina discursos divergentes y penaliza emocional, reputacional y profesionalmente a quienes se atreven a pensar distinto. Transforma la deliberación democrática en una lucha simbólica entre tribus que buscan desterrar a quienes se alejan de sus normas. A diferencia de una dictadura, donde el enemigo es claro, aquí el control se disuelve en una multitud anónima y volátil. Lo preocupante es que no está regulada, ni tiene mecanismos de apelación: su veredicto depende de emociones colectivas efímeras, sin juicio previo ni derecho a réplica (Ver infografía Pistas para reconocer la poscensura).
No obstante, la poscensura también es un arma de doble filo. Por un lado, en algunas de sus manifestaciones puede ser una herramienta ciudadana para exigir responsabilidad cuando las instituciones fallan. Por otro, amenaza con asfixiar la diversidad de ideas y castigar sin control la disidencia.
La poscensura nos pone frente a una verdad incómoda: todos somos parte del problema y, por tanto, de la solución. Como señala Javier Contreras Orozco, en este sistema “cada usuario vigila al otro” en un panóptico socializado. Cada like, cada compartido, cada reporte es un voto sobre qué voces merecen ser escuchadas.
La alfabetización mediática e informacional, esa capacidad de encontrar, evaluar, organizar, utilizar y producir información en diversos formatos, se convierte así en una barrera entre la democracia y la tiranía de las mayorías conectadas. Sin ciudadanos capaces de distinguir entre crítica legítima y linchamiento digital, seguiremos siendo víctimas y cómplices de un sistema que confunde justicia con venganza.
El futuro de la libertad de expresión en cierto modo se decide cada día en nuestras pantallas, pues más allá de leyes o negocios de las plataformas, debemos preguntarnos si estamos formando ciudadanos capaces de resistir la tentación de silenciar lo que incomoda.
*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.



































