Por: Alvaro Duque Soto*
“Qué cantidad de expertos en montajes de conciertos”, escribió en X con ironía Alejandro Marín, el comentarista musical, tras la cancelación del concierto de Shakira en Medellín. Un daño en la tarima frustró a 48 000 aficionados y dejó a la ciudad sin importantes beneficios económicos.
A pesar de que Shakira aclaró que la falla técnica escapaba a su control, las redes sociales se inundaron de diagnósticos improvisados y soluciones propuestas por usuarios sin experiencia en producción de eventos masivos o en ingeniería estructural. Esta avalancha de opiniones marca nuestra era, donde los ultracrepidianos –esos que opinan con autoridad sobre lo que no saben– reinan, impulsados por el efecto Dunning-Kruger y el eco descontrolado de las plataformas digitales.

El término “ultracrepidiano” proviene de una anécdota registrada por Plinio el viejo. Apeles, el pintor más célebre de la Grecia antigua, exponía sus obras para recibir críticas. Un día, un zapatero señaló un error en las sandalias de un cuadro, y Apeles, reconociendo la experiencia específica del artesano, lo corrigió. Pero cuando el zapatero intentó juzgar toda la pintura, el artista lo detuvo con una frase tajante: “Ne supra crepidam sutor iudicaret” –“Que el zapatero no juzgue más allá de las sandalias”–, origen del refrán actual de zapatero a tus zapatos.
Hoy, armados con redes sociales y micrófonos virtuales, abundan los zapateros sin límites que pontifican sobre política, ciencia o ingeniería, seguros de una sabiduría que no poseen.
La ilusión de saberlo todo
Este fenómeno está directamente relacionado con lo que los psicólogos llaman el efecto Dunning-Kruger: cuanto menos sabemos sobre un tema, más seguros nos sentimos al opinar sobre él. David Dunning y Justin Kruger documentaron en 1999 que las personas con menos conocimientos no solo llegan a conclusiones erróneas, sino que además son incapaces de reconocer sus propios errores. Es una doble trampa: la misma falta de conocimiento que lleva a equivocarse impide darse cuenta de que uno está equivocado.
Así, todos nos volvemos expertos de café en temas como quién debería suceder al papa o qué jugador merece un puesto en la Selección o qué debe hacer el gobernante de turno. En redes, esta ilusión se multiplica: cada evento, desde un concierto fallido hasta una crisis global, desata una ola de “todólogos” que, como dice un viejo adagio, dudan poco porque saben poco, mientras los que realmente entienden se cuestionan más.
El anonimato en redes sociales facilita la emisión de opiniones sin fundamento sin temor a ser cuestionadas. La amplificación de nuestras opiniones a través de likes, comentarios y compartidos crea una ilusión de validación y reconocimiento, lo que refuerza nuestra confianza en nuestras creencias, aunque no estén basadas en hechos o conocimientos sólidos. Además, la falta de retroalimentación crítica y la tendencia a interactuar solo con personas que comparten nuestras mismas perspectivas del mundo (ecosistemas de confirmación) evitan que nuestras opiniones sean cuestionadas y refinadas.
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De esta manera, se refuerza el efecto Dunning-Kruger, que se convierte en un ciclo de autoconfirmación que dificulta el crecimiento intelectual y la toma de decisiones informadas.
Umberto Eco, hace diez años lo expuso de modo provocador: las plataformas sociales son la “invasión de necios”, donde el “tonto del pueblo” asciende a “portavoz de la verdad”, pues la lógica “interactiva”, lleva a que todos quieran decir la suya sobre cuanto sucede en el universo. En Colombia, varios programas de TV y de radio (los “Julio, no me cuelgue”) impulsan esta dinámica: abren líneas para que todos opinen, y en ese mar de voces la frontera entre opinión y conocimiento se borra. El resultado es un caldo de cultivo para el Desorden Informativo (DI), donde la verdad se diluye entre el ruido de quienes creen que su voz, por ser alta, es veraz.
Tecnología: un espejismo de conocimiento
Junto a las redes sociales, ahora los modelos de lenguaje artificial han elevado este efecto a nuevas alturas. Con un par de clics, cualquiera obtiene respuestas claras sobre cómo montar un concierto, cuestionar al médico que lo atiende o criticar los nombramientos de un presidente.
Tras la cancelación de Shakira, un usuario podría consultar Google o ChatGPT y sentirse como un nuevo ingeniero estructural; otro, tras buscar síntomas, podría desafiar un diagnóstico con seguridad pasmosa y creerse experto en temas que apenas comprende. Esta accesibilidad no es mala en sí misma, al contrario, es muy valiosa. Pero sin criterio, convierte la información en un disfraz de autoridad.
Más allá de estos casos puntuales, la IA podría agravar el efecto Dunning-Kruger con implicaciones profundas. La facilidad con que ofrece respuestas puede hacer que las personas sobrevaloren su comprensión de temas complejos, desde política hasta ciencia, sin haber profundizado realmente en ellos. Si se confía demasiado en la IA, el pensamiento crítico podría erosionarse, dejando a muchos sin herramientas para cuestionar o analizar por sí mismos. En campos como la medicina o la ingeniería, este exceso de confianza podría traducirse en errores graves con consecuencias serias.

¿Y si el efecto no fuera tan absoluto?
No todos aceptan esta idea sin reservas. Eric C. Gaze, matemático de Bowdoin College, cuestiona el alcance del efecto. Para Gaze, el estudio original podría magnificar la ceguera de los menos hábiles por un fallo simple: pedirles compararse con otros activa el sesgo de creernos “mejores que el promedio”, no necesariamente una incapacidad especial de autoevaluación.
En sus experimentos, Gaze encontró que casi el 80 % de las personas menos competentes reconoce sus límites cuando se les pide evaluarse sin comparaciones. Esto sugiere que las personas pueden tener una idea más precisa de sus habilidades y limitaciones de lo que inicialmente se pensaba. “Las personas saben medir su competencia”, afirma Gaze.
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Otra crítica al efecto Dunning-Kruger es que no tiene en cuenta la complejidad de las tareas y las habilidades involucradas. Algunos argumentan que la “sobreconfianza” puede ser más común en tareas que requieren habilidades sociales o creativas, donde la evaluación objetiva es más difícil.
Además, algunos críticos sugieren que el efecto puede ser un reflejo más de la cultura y la sociedad que de una situación cognitiva individual. En una cultura que valora la confianza y la asertividad, las personas pueden sentirse presionadas a presentarse como más preparadas de lo que realmente son. Si bien parece confirmarse cada vez con más frecuencia, el efecto Dunning-Kruger es algo más complejo y multifacético de lo que inicialmente se pensaba.

Los expertos también tropiezan
La confianza desbordada no es un defecto exclusivo de quienes saben poco; también puede atrapar a los expertos, al revelar una faceta menos obvia pero igualmente crítica del efecto Dunning-Kruger. Mientras quienes saben poco sobreestiman su competencia, los expertos pueden caer en trampas sutiles que distorsionan su juicio y su rol. Gianluca Nicoletti lo ha planteado en varios ensayos: “No se produce pensamiento en la cultura digital si no se acepta estar codo a codo con el lado imbécil de la fuerza”. Antes, el saber se resguardaba en torres aisladas; hoy, debe enfrentarse a un terreno caótico donde los elementos del DI y las verdades se entremezclan.
A veces, los expertos subestiman su propio dominio, conscientes de la complejidad de su campo y temerosos de errar, lo que los lleva a dudar más de lo necesario. Esta humildad, aunque valiosa, puede volverse un lastre: al asumir que otros saben tanto como ellos, sobreestiman la competencia ajena y dan crédito inmerecido a voces seguras pero vacías.
Esta doble cara del efecto también se ve en la dificultad de los expertos para comunicar. Acostumbrados a la jerga y olvidando lo que es no saber, a menudo fallan en explicar ideas complejas a los no iniciados, o asumen que el público entiende más de lo que realmente sabe. Peor aún, su cautela puede paralizar decisiones o llevarlos a depender de opiniones poco fundadas, al temer cuestionarlas por respeto mal entendido.
Para la alfabetización mediática, este dilema es un gran desafío: si los expertos se enredan en sus propias dudas o se cierran al diálogo y los ultracrepidianos inundan el vacío con ruido, enseñar a separar hechos de ficción se vuelve casi imposible. La verdad no se impone desde arriba ni surge sola del tumulto, exige una humildad que hoy escasea, y deja al DI como ganador.
Una luz en el caos
Pareciera a veces que las redes sociales, como una caja de Pandora moderna, han liberado una horda de gobernantes que encarnan el efecto Dunning-Kruger, pues con fe ciega ignoran datos y críticas, confían en su propia ignorancia, envenenan la deliberación pública, siembran el caos, impulsan políticas ineficaces y erosionan la confianza en las instituciones democráticas.
La alfabetización mediática e informacional (AMI) surge como una herramienta clave para fomentar el pensamiento crítico y fortalecer el diálogo público, contrarrestando la epidemia de todólogos que opinan sin ton ni son y confunden conocimiento real con información superficial.
No se trata de silenciar voces, sino de cultivar lo que Bertrand Russell –el de “Los estúpidos están seguros, mientras los inteligentes dudan”– llamó la “virtud de la duda”: cuestionar certezas, reconocer la complejidad de los temas y saber cuándo callar.
El desafío no es solo detener la estupidez, más bien se trata de aprender a vivir con ella, mitigarla y, sobre todo, no permitir que defina nuestro futuro. En un mundo saturado de información, es fácil caer en la ilusión de que sabemos más de lo que realmente sabemos. Reconocer nuestras limitaciones y estar abiertos a nuevas ideas, no es señal de debilidad sino de sabiduría: es el primer paso para construir una sociedad más informada y crítica.
*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.


































