Por: Francisco Cajiao*
La comunidad humana no puede progresar en su convivencia y seguridad si la confianza se destruye.
Cada día ponemos muchas veces nuestras vidas en manos de los demás. Es sorprendente cuánto dependemos de la confianza.
Pensemos en una visita al supermercado. Tomo un carrito y pongo allí unas legumbres, granos, pollo y pescado, algunos cereales y, a lo mejor, unos enlatados que parecen atractivos. Esto implica que tengo confianza en ese lugar, que a su vez confía en quienes cultivan y procesan cada producto, pues un poco de veneno en la sal o el arroz puede ser letal, lo mismo que una contaminación de los vegetales o el pollo. Puede haber lotes vencidos de mercancía que no consumieron en los países de origen. Los códigos de barras pueden estar mal puestos y el lector de la tarjeta puede estar programado para clonarla. Ir así a hacer mercado puede ser una tortura.
Pues bien, lo mismo ocurre al ponerse en manos del médico, el peluquero, la odontóloga, el policía, el plomero, la conductora del taxi… y, por supuesto, compartimos con vecinos, amigos, compañeros de trabajo, familiares cercanos, pareja o autoridades. Todo el tiempo dependemos de gente en la que debemos confiar porque no tenemos manera de verificar a cada instante qué tan seguro sea estar en el mundo de los humanos y porque ver a todos como un peligro es vivir en el infierno.
Desde luego, hay gente cuyos intereses individuales superan su sentido de la solidaridad y no dudan en hacer cosas que ponen en riesgo la seguridad de otros. Es claro que los intereses económicos han llevado a distribuir productos alimenticios que hacen daño a la salud. Frente a eso surgen advertencias basadas en evidencia científica y se buscan medidas de reglamentación que informen a la ciudadanía para que pueda actuar de manera consciente. Cosa distinta es regar el rumor de que todas las gaseosas de una ciudad han sido envenenadas o que las vacunas que combaten una epidemia contienen chips para controlar a las personas.
La comunidad humana no puede progresar en su convivencia y seguridad si la confianza se destruye sistemáticamente. Esto es fundamental en la educación de los niños. A veces tengo la impresión de que la creciente conciencia sobre el cuidado y protección de la infancia ha traído algunos daños colaterales, junto con muchos beneficios en salud y reducción del maltrato.
Es tanta la obsesión en torno a la protección infantil que se los ha saturado de desconfianza y temor hacia todo los que los rodea: la suciedad, la comida, el contacto físico, la brusquedad, el pasto, los árboles, los muebles, la electricidad, los desconocidos, el sexo, los adultos. Niños y niñas están llenos de prevenciones, atentos a detectar amenazas como en un perpetuo juego virtual en el que un ser desvalido y solitario debe huir siempre de múltiples peligros que lo acechan. Pero no solo se los instruye para detectar peligros, sino para denunciarlos, de manera que son cada vez menos capaces de sortear solos sus dilemas de supervivencia y adaptación a una comunidad humana en la que el aprendizaje pasa por equivocaciones y búsquedas.
Esta situación propiciada desde las familias, en muchos casos compuestas por padre, madre y un hijo único, se exacerbó durante la pandemia porque de la manera más torpe posible alguna autoridad de salud señaló que los niños serían los principales portadores del virus y se regó como pólvora la imagen apocalíptica de miles de niños infectados en los hospitales.
Hoy tenemos un reto enorme que es reconstruir la confianza en la escuela, permitir que los niños y niñas convivan y aprendan de sus conflictos, respetando su búsqueda de soluciones acompañados por los maestros. La violencia y la agresividad que se están viviendo en muchos colegios del país deben preocuparnos, porque allí debe formarse el ciudadano capaz de vivir en paz y eso no es posible si no hay altos niveles de confianza entre todos los miembros de la comunidad educativa.
* Columnista del diario El Tiempo. Columna de opinión del 6 de junio de 2022