Detector de humo: Contra el desorden informativo (47): Creer en la era parasocial

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Por: Alvaro Duque Soto*

Las palabras que entran a un diccionario no llegan por accidente. Llegan porque algo cambió en nosotros. Algunas quedan para siempre; otras desaparecen pronto. Pero todas dicen algo sobre cómo vivimos y cómo nos relacionamos.

Las relaciones de una sola vía con figuras públicas dejaron de ser una rareza y ya forman parte de la vida cotidiana. El término “parasocial” describe ese lazo emocional, intenso y duradero que se construye con alguien a quien jamás hemos saludado.

Detector de humo: Contra el desorden informativo (47): Creer en la era parasocial

La idea viene de lejos. En 1956, los sociólogos Donald Horton y R. Richard Wohl explicaron un fenómeno que ya se veía en los inicios de la televisión. Parte de la audiencia hablaba del presentador del noticiero como si fuera alguien de la casa. Ese vínculo se colaba en la cena, en la conversación del día siguiente, en la impresión de que “es mi amigo íntimo”. Hoy esa sensación se volvió permanente.

Del noticiero al bolsillo

La televisión marcaba límites claros. El famoso aparecía en la pantalla y el público lo observaba desde el sofá. Las redes sociales demolieron esa distancia. Hoy desayunamos con nuestros ídolos, les vemos las ojeras, conocemos el nombre de su perro y asistimos a sus crisis de ansiedad en vivo.

El celular incorporó la sensación de cercanía a la vida cotidiana. Un like, un comentario o una respuesta genérica convence al cerebro de que existe una interacción personal. No es raro que un adolescente llegue a sentir que su influencer favorito es un “amigo” o hasta un “hermano”. Esa sensación no surge de la nada. Se construye a partir de una exposición constante a un rostro familiar que habla con tono cercano, comparte emociones y parece disponible.

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Aunque el mecanismo se repite, cada plataforma moldea esa cercanía a su manera. TikTok premia la espontaneidad breve; Instagram, la estética; Twitch, la convivencia en tiempo real. El algoritmo detecta qué rostros miramos más tiempo, qué voces nos detienen, y los pone de nuevo en el camino. La sensación de “ya lo conozco” no es espontánea, emerge de los sistemas de recomendación de las plataformas. Esa familiaridad redefine la relación con las figuras públicas y condiciona la forma como se evalúan sus palabras.

La repetición hace el trabajo. El extraño se vuelve familiar, el familiar se vuelve referencia, la referencia se vuelve verdad. Si el influencer sufre, el seguidor lo siente como propio. Y por eso la crítica no suena a discusión. Se vive como un ataque personal.

Esta distorsión no distingue edades. Para la muestra el botón de lo que sucede en fútbol. Hinchas veteranos, que antes limitaban su pasión a los noventa minutos del partido, hoy consumen la intimidad de los jugadores en redes sociales. Ven a sus ídolos jugar videojuegos en Twitch, cenar en familia o bromear en el vestuario. Esa convivencia digital fabrica una falsa amistad. Cuando el futbolista enfrenta una acusación grave, el fanático maduro suspende su juicio ético. No evalúa los hechos, defiende a un compinche.

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La intimidad como mercancía

La lógica del hincha y la del suscriptor comparten una raíz común. Se paga, con tiempo o con dinero, por sentirse cerca de alguien que no sabe que existimos. 

Plataformas como OnlyFans llevan esta dinámica al extremo. En Colombia, el consumo de la plataforma creció 24% en el último año y el país ocupa el segundo o tercer lugar en Suramérica, tanto en volumen de uso como en número de creadoras activas. Su propuesta va más allá de la venta de fotos o videos. Los mensajes simulan ser personales, las respuestas imitan cercanía, el material parece exclusivo. Quien paga accede a una intimidad de mentira que se siente verdadera. Esa es la base del negocio.

Influencers y músicos también explotan esa lógica. Comparten sus fallas y defectos como parte de una estrategia para parecer accesibles. Esa puesta en escena de la vulnerabilidad se conoce como intimidad performativa, una forma de mostrarse frágil para que los sintamos cercanos.

Otras figuras no buscan parecer próximas sino inalcanzables. Cultivan una imagen tan pulida que genera admiración sin necesidad de diálogo. Es lo que en inglés llaman aura farming. No dicen nada. No proponen nada. Pero tienen “aura”. Y con eso basta para arrastrar multitudes. Esta versión resulta más peligrosa para la conversación pública: favorece liderazgos que concentran su apoyo sin exponer ideas, solo con su sola puesta en escena.

La fórmula domina el mercado digital. (Ver infografía “Los típicos amigos parasociales”). Un músico ya no lanza solo un disco ni ofrece solo un concierto. Vende también “experiencias” que prometen acceso a su vida privada. Cobra precios elevados por la vivencia, pues los seguidores pagan por sentirse parte del círculo más cercano del artista.

La cercanía convertida en oferta emocional altera la forma de juzgar. Cuestionar lo que esa figura dice o hace deja de percibirse como análisis y empieza a vivirse como un gesto de distanciamiento. La crítica ya no se dirige a una idea, sino a una relación.

Ese cambio incide de manera directa en el desorden informativo (DI). La información deja de evaluarse por su consistencia y pasa a juzgarse por la identificación. Engaños, medias verdades y ruido circulan con facilidad porque apelan a algo más fuerte que la verificación, las ganas de pertenecer. Importa menos lo que sabemos que con quién nos sentimos alineados. Y hoy, esa identificación se fabrica, se empaqueta y se vende.

El amigo que nunca contradice

Los chatbots de inteligencia artificial llevan las relaciones parasociales a otro nivel. La pantalla ya no solo muestra. Responde, pregunta y acompaña. La relación deja de ser una admiración a distancia y se convierte en una conversación simulada que se malentiende como de igual a igual. 

A diferencia de un vínculo humano, esta interacción no discute ni pone en aprietos. Un amigo, un par o un referente cercano puede decirnos lo que no queremos oír. Un chatbot, en cambio, siempre nos da la razón, siempre está disponible, siempre escucha sin juzgar. Una IA diseñada para acompañar tiende a confirmar y a seguir la conversación. Esa disponibilidad constante produce una cercanía que se siente auténtica, aunque no lo sea.

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No sorprende que muchos adolescentes prefieran hablar de temas afectivos con un chatbot antes que con adultos de su entorno. No buscan respuestas definitivas, sino ser escuchados sin reproches y que se valide lo que sienten. 

Esa lógica no se limita al ámbito privado. Se traslada al espacio público. Si el chatbot alivia la soledad individual, los grupos de seguidores cumplen un papel parecido a nivel social. En ambos casos, lo que importa no es la verdad, sino sentirse parte de algo.

De este modo, la IA no solo intensifica las relaciones parasociales: prácticamente las normaliza como forma de conexión. Y en ese terreno, el DI encuentra condiciones ideales para expandirse.

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Pertenecer y después entender

Si la identificación emocional pesa más que los hechos, entender deja de ser el primer paso para formarse una opinión. Antes viene pertenecer. Esto no se limita a las relaciones individuales. También organiza la conversación pública. A veces se vuelve visible en gestos aparentemente menores, como la forma en que se legitiman ciertas palabras.

Por ejemplo, la elección de 67 (six seven) como palabra del año por Dictionary.com es un cambio radical: no es una palabra propiamente dicha, es una expresión que remite a una práctica relacional. No responde a la precisión de su significado ni a su capacidad para nombrar un fenómeno. Es la primera vez que se consagra una expresión nacida en la jerga juvenil, sin definición estable y con sentidos que cambian según quien la use y en qué situación. A diferencia de otras palabras del año escogidas por diccionarios anglosajones, que suelen condensar debates políticos, tecnológicos o culturales, six seven no busca explicar nada. Su fuerza está en otra parte. 

Decir 67 no es tanto afirmar una idea como mostrar que se pertenece a un grupo. Funciona como una señal de reconocimiento. Importa más repetirla que entenderla. En el patio del colegio, gritar una palabra sin sentido para sentirse parte del grupo es un juego inocente. Pero cuando esa misma lógica se aplica a la deliberación pública y a como consumimos información, las consecuencias son muy distintas. Creer se convierte en una forma de pertenecer.

Cuando una creencia cumple esa función, disentir deja de ser una diferencia de opinión. Cuestionar una consigna, una figura o una expresión compartida se vive como tomar distancia del grupo. No se discute una idea, se pone en riesgo el vínculo. Esa es la ruptura parasocial: el momento en que el desacuerdo se interpreta como abandono o traición. Lo que se rompe no es el acuerdo sobre los hechos, sino la relación emocional, real o imaginada, que sostenía esa coincidencia.

En ese punto, rectificar se vuelve costoso. No porque falten argumentos, sino porque corregir implica arriesgar el lugar que se ocupa entre otros. A veces no se cree por convicción, sino para no quedar fuera de la tribu a la que uno quiere pertenecer.

Leer el vínculo, no solo el dato

Las relaciones parasociales no son malas en sí mismas. Se refuerzan en entornos digitales donde la interacción, el reconocimiento y la validación se organizan de formas nuevas. Pueden acompañar, entretener, aliviar la ansiedad social e incluso servir de puente hacia comunidades reales. El problema aparece cuando ese vínculo, real o imaginado, empieza a incidir en lo que consideramos verdadero. (Ver infografía “5 trucos para no perder con las relaciones parasociales”).

La elección de “parasocial” como palabra del año reconoce una transformación cultural que afecta la vida cotidiana y la manera como nos relacionamos con la información. En consecuencia, también altera los criterios con los que evaluamos lo que consideramos cierto. Revisar el dato, la fuente o los hechos sigue siendo necesario, pero deja de ser suficiente cuando lo que se plantea como verdad se acepta más por el vínculo con quien lo afirma que por la solidez de los hechos mismos.

Hoy, esas relaciones nos exigen ir más allá de la pregunta ¿esto es cierto? Necesitamos cuestionarnos si lo creemos porque es cierto o porque ponerlo en duda implicaría romper una relación con la que nos identificamos. Y, sobre todo, preguntarnos: ¿Por qué lo creemos y a quién se lo creemos?

*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.

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