Detector de humo: Contra el desorden informativo (37): El arte de fabricar miedo

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Por: Alvaro Duque Soto*

El miedo siempre ha sido un recurso rentable para el ejercicio de la política. El recurrente “ya viene el lobo” ha servido de base para miles de gobiernos. Pero el actual ecosistema digital ha acelerado los ciclos de información alarmante. Lo que antes tardaba meses en generar pavor colectivo, hoy se gesta en cuestión de horas e incluso minutos.

El desorden informativo (DI) —la proliferación de desinformación, malinformación e información errónea— intensifica la ansiedad colectiva y la canaliza como recurso político, pues permite fabricar amenazas, exagerar riesgos, estigmatizar comunidades y, en su versión más actual, silenciar a quienes podrían cuestionar la narrativa dominante.

Detector de humo: Contra el desorden informativo (37): El arte de fabricar miedo

La narrativa del peligro fabricado

Aunque últimamente el término parece un comodín que se emplea para señalar cualquier situación de miedo excesivo, no toda alarma social corresponde a este fenómeno. La preocupación masiva que surge ante un hecho concreto es distinta a ese mecanismo social que de manera deliberada construye enemigos públicos, exagera peligros y moldea percepciones para imponer agendas.

El concepto fue acuñado en 1972 por el sociólogo británico Stanley Cohen. En Folk Devils and Moral Panics, Cohen mostró cómo la prensa británica convirtió a los “mods” y “rockers” —subculturas juveniles de los años sesenta— en encarnaciones del mal social. Lo relevante no era la violencia real, sino cómo los medios magnificaron cada episodio hasta transformarlo en una amenaza a la moral y el orden. Aquello que pudo considerarse una riña de jóvenes en un parque terminó siendo presentado como una preocupación nacional.

Según Cohen, este mecanismo surge cuando se identifica un enemigo público (el demonio popular), se dramatiza su peligrosidad, se movilizan medios y autoridades para exigir medidas inmediatas y se producen efectos duraderos: leyes restrictivas, estigmatización, autocensura.

Colombia ha vivido ese fenómeno en situaciones recientes de alta tensión social. En noviembre de 2019 circularon masivamente en redes sociales —especialmente en WhatsApp— videos y audios que mostraban intentos de saqueo en conjuntos residenciales. Muchos de estos contenidos, con tono xenófobo, señalaban a migrantes venezolanos como responsables. La reacción fue inmediata: toque de queda en Bogotá y Cali, y militarización de varios sectores. El miedo se propagó más rápidamente que los hechos, y los medios contribuyeron a consolidar una narrativa que justificó medidas excepcionales. 

También durante el estallido social de 2021, diversas protestas fueron presentadas como amenazas organizadas, lo que facilitó respuestas represivas y declaraciones estigmatizantes.

Estos episodios muestran que el concepto de pánico moral más es una abstracción importada, es un lente útil para entender cómo se instalan ciertas narrativas de emergencia social. Cuando el relato de peligro se impone sobre los hechos, no sólo se impacta la agenda pública, también se moldea el miedo íntimo: el recelo hacia el vecino desconocido, la sospecha sobre el joven que va tatuado y lleva piercing; el rechazo al migrante, la incomodidad frente a quien piensa distinto.

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El nuevo silenciador de las élites

En su versión contemporánea, descrita por el historiador israelí Ilan Pappé, el pánico moral no solo apunta hacia abajo. También funciona como un silenciador de élites. Si en la calle opera como estigma, en la cúpula se ha vuelto una estrategia que induce a periodistas, académicos y dirigentes a callar, incluso cuando saben que lo que ocurre es inaceptable.

Según Pappé, la tragedia de Gaza ha consolidado un pánico que inhibe la acción ética. “¿Cuál es el precio que deberían pagar periodistas, gobernantes, académicos y líderes de empresas si culparan a Israel de genocidio?”, se pregunta. La respuesta es doble: el temor a ser etiquetados de antisemitas y el miedo a abrir un debate sobre la complicidad occidental.

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Ese tipo de pánico convierte a personas cultas, elocuentes y competentes en cómplices silenciosos. Pappé lo llama “ignorancia intencional” y lo vincula con otros momentos históricos en los que el silencio fue cómplice de atrocidades. En Colombia, esto se reproduce con matices. El miedo a ser encasillado como “petrista”, “uribista” o “ingenuo” inhibe la crítica honesta. Por eso la esfera pública se ha empobrecido de manera dramática, pues las voces más informadas optan por el silencio estratégico.

El juego cruzado del miedo político en Colombia

Las elecciones de 2026 han ido convirtiendo a nuestro país en un laboratorio donde el DI se activa, se propaga y se consolida. El gobierno de Gustavo Petro, por su perfil progresista y sus diálogos con sectores históricamente marginados, provoca reacciones defensivas en sectores tradicionales, pues estas acciones, aunque orientadas a la inclusión, son fácilmente transformadas en material para el miedo.

Es una actualización del “castrochavismo” que durante años funcionó como la bruja que había que quemar, tal como antes lo fueron los grupos de origen popular asociados a la guerrilla. 

Pero aquí está el drama colombiano: algunos miembros del Gobierno no solo son víctimas del pánico moral, sino que también recurren a él como estrategia política. Presentan a la oposición como “oligarquía corrupta” que busca “volver a un pasado de violencia”, o caracterizan las protestas como “manipuladas por intereses oscuros”. Reproducen la misma dinámica que critican.

Se consolida así una situación de pánico moral en espejo: mientras la oposición denuncia una amenaza comunista, el Gobierno advierte sobre un golpe blando. Ambos discursos exageran riesgos, fabrican antagonistas y apelan a emociones para consolidar posiciones.

Esto es algo devastador para un país donde la sociedad ya está profundamente fracturada. En lugar de abordar problemas graves como la desigualdad, la retoma del poder fáctico por parte del narcotráfico en amplias zonas o la corrupción, el debate se reduce a una batalla por definir quién es el verdadero “demonio popular”.

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Cuando el susto manda

El pánico moral distorsiona la conversación pública y deteriora la democracia. Sus efectos incluyen legislación regresiva —normas creadas al calor del miedo que restringen derechos—, estigmatización sistemática de comunidades enteras y distracción del debate público hacia “enemigos inventados”.

Además, auspicia liderazgos autoritarios. La ansiedad colectiva pide “mano dura” más que deliberación democrática. Es el escenario propicio para los que anuncian balín y son aplaudidos en convenciones gremiales y para quienes se disfrazan de Bukele.

Otra consecuencia peligrosa es el deterioro del espacio público. La urgencia emocional reemplaza el diálogo, la resolución pacífica de conflictos y la creación de consensos. La confrontación se normaliza como método político. Y otra vez, parece que seguimos condenados a no poder concebir acuerdos básicos sobre el futuro del país.

¿Cómo se fabrica el miedo?

El pánico moral no aparece por generación espontánea. Y para entender por qué conduce a salidas punitivas, es necesario tener en cuenta la forma como se produce: a través de una maquinaria narrativa que articula medios tradicionales, plataformas digitales y actores intermedios. Aunque operan con lógicas distintas, convergen en un mismo resultado: la producción de amenaza.

Los medios de comunicación son uno de los motores principales. En su búsqueda por atención, privilegian lo emocional sobre lo explicativo. Asuntos sociales complejos se reducen a relatos de “enemigos públicos” que activan el miedo y la indignación. El enfoque escandaloso —construido desde titulares, imágenes y encuadres dramáticos— favorece respuestas punitivas y refuerza la percepción de peligro inminente.

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La investigación en sociología de la comunicación lo viene documentando hace décadas: la forma como se presenta un hecho condiciona la reacción social. No es lo mismo informar que alarmar. Y en ese tránsito, el medio deja de ser observador para convertirse en actor.

A esta lógica se suma el papel de los algoritmos, que refuerzan esos patrones. El miedo circula por cadenas de WhatsApp, videos cortos, publicaciones virales. Se convierte en contenido rentable. Y quien logra posicionar su relato, impone la conversación.

También participan influenciadores y creadores de contenido que difunden mensajes cargados de emoción. No siempre lo hacen con intención política, pero su capacidad para activar prejuicios, reforzar estigmas e instalar sospechas los convierte en piezas clave del engranaje.

Por eso ha emergido lo que puede llamarse un “pánico moral informativo”: los medios tradicionales denuncian las redes sociales como espacios de distorsión, pero las usan para difundir relatos que intensifican el desorden. Critican el caos mientras lo reproducen. Así nos encontramos en una atmósfera de sospecha constante, donde la emoción reemplaza el análisis.

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Kit para desmontar el pánico moral

El pánico moral es eficaz porque explota pasiones básicas —miedo, rabia, deseo de protección—, pero también es frágil porque se sostiene en exageraciones. Su talón de Aquiles es la evidencia, la verificación: una ciudadanía dotada de herramientas de alfabetización mediática e informacional puede desbaratar el artificio a partir de cuatro acciones:

  • Desmontar la arquitectura emocional: Reconozca cuándo se apela a sus emociones más que a su razonamiento. Pregúntese: ¿Este contenido genera un enfado desproporcionado? ¿Activa prejuicios en lugar de argumentos? Practique el distanciamiento emocional antes de compartir. Identifique chivos expiatorios: los problemas sistémicos rara vez tienen culpables únicos.
  • Verificar y buscar contexto: La velocidad es enemiga de la veracidad. Antes de compartir, verifique: ¿Quién produce esta información? ¿Qué evidencia presenta? ¿Qué dicen otras fuentes? Use herramientas como la búsqueda inversa de imágenes y contraste lo que dicen las redes y los medios.
  • Fortalecer la inmunidad colectiva: Diversifique su dieta informativa. El consumo exclusivo en redes aumenta la vulnerabilidad. Promueva alfabetización mediática e informacional en su entorno: comparta recursos de verificación, fomente la duda razonable, cuestione relatos que solo buscan dividir.
  • Construir ciudadanía digital responsable: Enfrentar el pánico moral no puede ser tarea individual. Debe ser un ejercicio colectivo que exige compromiso con la verdad, disposición al diálogo y capacidad para identificar cuándo el miedo se convierte en herramienta de control.

El fenómeno no desaparecerá por decreto o por iluminación divina. Requiere una ciudadanía que no solo consuma información, sino que la cuestione. Pero la defensa tampoco es solo individual: también exige corresponsabilidad de medios, plataformas y autoridades, que deben transparentar criterios, corregir oportunamente y dejar de convertir el miedo en espectáculo rentable.. Resistir la lógica del miedo implica recuperar la curiosidad, defender el matiz y construir espacios donde el disenso no sea sinónimo de amenaza. Urge pensar con autonomía en estos tiempos de extrema polarización.

*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.

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