Por: Alvaro Duque Soto*
¿Por qué cada semana en Colombia nos estamos desayunando con un nuevo “presidenciable”? Más allá del narcisismo que pulula, hay explicaciones desde la psicología colectiva y las estrategias deliberadas de influencia que saben explotarla.
Cuando el panorama es incierto y nuestra confianza en el propio criterio flaquea, buscamos señales fuera: miramos qué comparten los demás, qué aplauden los “referentes”, qué parece estar “en todas partes”. Es humano: imitar reduce el miedo a equivocarnos a solas.

La industria de la comunicación política aprendió a explotar esa fragilidad con método. Lo hace con las maniobras de influencia psicológica (PSYOP, por su sigla en inglés), que encienden emociones, exhiben métricas para que algo parezca masivo y nos sumergen en el juego de la polarización (“nosotros vs. ellos”). Estas técnicas buscan influir en nuestras decisiones políticas manipulando nuestras emociones. Basta un gesto escénico o una frase que arranque aplausos a la turba para disparar el contagio y poner a medio país a discutir desde el marco que imponen.
Hay, además, algo más profundo, un patrón recurrente en nuestra historia: en épocas de desorden y desconfianza institucional, muchos ansían mano fuerte. No un programa, sino una figura que “ponga orden”, un líder providencial que alivie el vértigo de elegir sin certezas. Esa expectativa —comprensible— abre espacio a los candidatos payaso: ofrecen reacciones inmediatas en vez de argumentos, espectáculo en lugar de método. Cambian la conversación y, con ella, nuestras prioridades.
Todo lo anterior —la incertidumbre emocional, las estrategias de manipulación discursiva, el anhelo de figuras providenciales— se entrelaza con una creciente inquietud por el rumbo democrático, reactivada tras el asesinato del precandidato Miguel Uribe Turbay. En paralelo, el avance de una campaña más fragmentada y digitalizada que cualquier otra en la historia reciente ha terminado por configurar una atmósfera propicia para las cascadas informativas.
¿Qué son las cascadas informativas?
Este fenómeno ocurre cuando, ante la falta de evidencia propia, las personas toman decisiones guiadas por lo que da la impresión de ser mayoría. No es ignorancia, sino una forma de lidiar con la incertidumbre: cuando la señal privada —datos, criterio propio— es débil, la señal pública —lo que otros comparten o celebran— se impone. Así, lo visible se vuelve creíble y lo que circula mucho se asume como cierto.
Se trata de un concepto estudiado por economistas como el Nobel Robert Shiller, quien observó cómo inversionistas educados tomaban decisiones impulsivas durante crisis financieras, guiados más por lo que hacían otros que por análisis propio.
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Por dentro, las cascadas tienen fases. Primero, el encendido: un gatillo emocional que activa la atención colectiva. Luego, la aceleración: métricas visibles (“millones lo vieron”). Después, la cristalización: la idea se vuelve norma informal y las señales privadas que no encajan se silencian. Finalmente, si llega, la corrección: datos robustos pueden pinchar la ola, pero queda residuo. Algunas creencias sobreviven al desmentido.
Lo más inquietante es que incluso cuando sospechamos que algo no encaja, nos subimos igual. Lo hacemos por imitación social (“si muchos lo comparten, algo sabrán”), por confirmación (“esto encaja con lo que ya pienso”), por urgencia y pertenencia (“comparte si te importan los nuestros”), por costo hundido (“ya lo defendí, no puedo retractarme”) o por atajo racional (“bajo incertidumbre, copiar parece más seguro que pensar solo”).
Una imagen cotidiana puede ilustrarnos sobre su funcionamiento. Si hay dos puestos de arepas en una esquina y llegan cinco personas a comprar al primero, muy seguramente optaremos por ese (“algo sabrán los que me antecedieron”). Quien llega después, repite el proceso. El lugar se llena no por calidad probada de las arepas, sino por señal pública. Eso mismo hacen los clips de campaña y los gestos performativos cuando el vacío informativo es grande: convierten la visibilidad en legitimidad, la imitación en seguidores y, a veces, en votos.

Colombia: laboratorio del caos electoral
La campaña presidencial de 2026 ha convertido a Colombia en un laboratorio donde estas dinámicas se activan, propagan y consolidan. La mezcla que vivimos —dolor, temor y urgencia de certezas a las cuales aferrarnos— ha creado un terreno fértil para que la ilusión de que ‘todos’ ya decidieron y todos piensan igual, no la evidencia, dicte el tema del día.
Ese “tema del día” rara vez nace de un asunto programático. Suele comenzar con un anzuelo visual o verbal: una imagen que es un detonador, una aparición calculada, una frase que humilla al adversario. La pieza sube a redes, donde las lógicas de funcionamiento de las plataformas hacen el resto. Cuanto más controversial y emocional es el contenido, más arriba lo ponen los algoritmos; cuanto más arriba está, más gente lo ve; cuanta más gente lo ve, más creíble parece.
Así se forma la ola. Cuando llega a nosotros no evaluamos el contenido sino la reacción de los demás. Y en un abrir y cerrar de ojos, no estamos discutiendo el país, sino las ocurrencias de los candidatos de circo. Este panorama ha facilitado el surgimiento de un nuevo tipo de actor político.
Daniel Quintero domina ese oficio. En julio izó una bandera en Santa Rosa/Chinería —territorio que Perú considera suyo— y generó una trifulca diplomática. Días después, irrumpió en el Congreso de la ANDI con una bandera de Palestina para denunciar un supuesto veto. Tuvo que abandonar el auditorio entre abucheos, pero ganó el algoritmo. La escena fue reproducida hasta el cansancio: exactamente lo que una cascada necesita para alimentarse.
En la otra orilla, Abelardo De La Espriella, con su comité de “Defensores de la Patria” y retórica propia de un emperador romano exaltado, ya se instaló en las redes con promesas de mano dura. No hace falta un tratado: la combinación de gestos de patriotismo dramatizado y consignas de alto voltaje es fácil de compartir, difícil de debatir en frío.
Ambos confirman una misma regla de campaña: las cascadas no se ganan con documentos, se ganan con escenas. Algo similar a lo que han venido haciendo Vicky Dávila y Jota Pe Hernández. Y en ese empeño de procurar llamar la atención al costo que sea, unos grados más abajo, con menos exageración, hay que incluir a buena parte de los ya más de setenta candidatos para suceder al presidente Gustavo Petro.
De dónde salen tantos payasos
La división entre petrismo y uribismo no solo estructura el debate político: lo envenena. Y favorece el fenómeno, por cuanto cada bloque opera como una burbuja cerrada donde la información circula por afinidad y no por verificación.
La comunicación política, cooptada por el márquetin electoral, ha dejado de ser herramienta para fortalecer la deliberación y se ha convertido en una fábrica de emociones rápidas y likes. Lo que están invirtiendo los candidatos —sin control, porque la campaña aún no inicia oficialmente— ya son cifras de miedo. Pero no buscan informar: buscan posicionarse en el radar sin mediar contenido sustantivo.
Y en medio del ruido, las preguntas difíciles —¿cuánto cuesta lo que anuncian? ¿cómo se materializan sus pajaritos en el aire? ¿qué evidencias respaldan sus acusaciones? ¿Cuál es el impacto de sus actuaciones para la democracia?— llegan tarde o, simplemente, no llegan.
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En este ecosistema, los candidatos del espectáculo cumplen una función precisa: romper el guion, descolocar al adversario, convertir el absurdo en tendencia. No necesitan credenciales ni trayectoria. Su capital es otro: incordiar, encarnar lo impredecible, decir lo que otros no se atreven. Su éxito no se traduce en votos, sino en visibilidad.
Lo que empieza como una provocación emocional, una frase que condensa la furia de la tribu —“vamos a resetear el Congreso”, “vamos a destripar la izquierda”— activa una reacción desproporcionada que convierte al emisor en víctima o héroe y desencadena una cadena de reproducción que lo instala en la conversación pública. Así, lo que comienza como un acto performativo termina distorsionando el debate y desplazando los temas de fondo.
Cómo no dejarse llevar por la corriente
Los candidatos payaso no son el problema, sino el síntoma. Su éxito revela una falla en la arquitectura del debate público en las democracias actuales. Y si queremos que la conversación vuelva a tener sentido, no basta con ignorarlo: hay que rediseñar el escenario.
La respuesta no es más escándalo. Cambiar las reglas de circulación: frenar antes de reenviar, exigir trazabilidad a lo que se viraliza y premiar —sí, premiar— a quienes ponen datos donde otros ponen gestos, gritos y pataletas infantiles. Que el día lo marquen las pruebas, no las representaciones teatrales, para poder elegir con la cabeza, no por la ola del momento.
Las cascadas informativas se desactivan con criterio. Aunque el fenómeno es estructural y potenciado por algoritmos, la resistencia comienza en el plano individual. Un ciudadano informado, con herramientas de la alfabetización mediática e informacional (AMI), puede desmantelar el mecanismo si adopta hábitos concretos que modifiquen los incentivos del espectáculo circense.
¿Cómo se aterriza? Con el truco de las 3D: Desacelerar, Diversificar, Dudar.
- Desacelere: tómese cinco minutos antes de compartir lo que indigna o emociona.
- Diversifique: consulte al menos dos fuentes confiables y verificables y, de vez en cuando, un medio que lo contradiga.
- Dude: pregúntese quién gana si esto corre y qué falta (fecha, lugar, documento).
Siga con el hábito de la lectura lateral, consultar otras fuentes diferentes a la original antes de dar por cierta una información. Salga de la página o red social que usa habitualmente para buscar puntos de vista independientes. Investigue quién publica, con qué intención y desde qué contexto. Aplique la norma de las 24 horas: espere un día antes de compartir lo que genera una emoción fuerte. La pausa desactiva el impulso y permite pensar.
Y, sobre todo, no olvide la regla de oro: no alimente al bufón. No se trata de silenciarlo a la fuerza, sino de no jugar su juego. Si su táctica es provocar para marcar la agenda, un antídoto es menos escenario, más preguntas.
La política democrática no exige solemnidad constante, pero sí rigor. En una campaña rápida, emocional e hiperconectada, el estándar debería ser claro: antes de cada reenvío, una pausa; antes de cada aplauso, un dato; antes de compartir lo que está en tendencia, preguntarse: ¿para qué sirve esto y por qué circula ahora?
Sólo así podremos distinguir entre lo que entretiene y lo que transforma. Y devolverle a la política su vocación original: pensar en serio el futuro.
*Ph.D. en Ciencia Política de la Universidad de Turín (Italia). Ha sido docente e investigador de temas de comunicación política, periodismo y educación mediática e informacional. Miembro del equipo Educalidad.



































